"...el cuento literario condensa la obsesión de la alimaña, hace perder al lector contacto con la desvaída realidad que le rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación"
Julio Cortázar: "Del cuento breve y sus alrededores"

miércoles, 12 de junio de 2013

¿Qué pasión une a Hitchock, Tarantino y un lémur? Roald Dahl.

Al malévolo escritor galés Roald Dahl le conocemos tal vez por sus obras infantiles-juveniles "Charlie y la fábrica de chocolates" o "Matilda" pero, y a pesar que en sus textos para los más jóvenes no oculta su perverso cinismo, me quedo con su compendio de cuentos de "Relatos de lo inesperado" donde da rienda suelta a todo su malévolo humor negro.
La mítica serie "La hora de Alfred Hichock" de irregular calidad ya se fija en uno de estos relatos "Hombre del sur", sí el de la apuesta de un dedo que Tarantino hará su versión en "Four rooms". Ambas historias, más fideligna  la primera al original, se basan en un cuento de esta colección de mismo nombre. Y es que en el libro de Dahl conviven historias macabras de frías asesinas amantes de la cocina como "Cordero asado", decisiones inocentes cargadas de culpa que valen una vida "Apuestas" u obsesiones traumatizantes que reviven nuestras peores pesadillas surgidas de una equivocación como "Galloping Foxley". Todas las historias tiene un ritmo endiablado y unos finales que explotan con coherencia e inocencia delante de tu cara;y te hacen maldecir por no haber intuido el final que ya estaba escrito.
Pero el "fulgor" que más me sorprendió y más eco produjo en mí, fue el relato llamado "LADY TURTON" (PINCHA Y LEE). No es de los más conocidos, ni parece suceder nada destacable, mas la atmósfera creada en el relato te indica que algo terrible va a ocurrir. Mansiones aristocráticas, gustos exquisitos, paseos anodinos, amistades frívolas, van pasando las páginas con mucho ritmo y observas que apenas quedan hojas para acabar, pero, en un instante, un momento que te detiene, te paraliza, intuyes el terrible final, se te pasa por la cabeza al igual que el protagonista una solución dramática, terrible y asesina en una escena que en su apariencia inocente encierra un drama. No es necesario palabras de más, alargar el final para tensar, sólo las palabras adecuadas son capaz de producir en el lector una pesadilla que te hermana, por cruel que sea, con el protagonista  Como ha ido urdiendo el artista las letras para llevarnos a su  máxima tensión para, creyéndonos más listos que nadie, intuir un final que luego ante nuestra estupefacción no existe. Sólo ha sido un soplo que recorrió nuestra mente recordando pasados humanos atávicos y... Dahl siempre juega con nosotros, nos hace imaginar lo que no es, se ríe con cinismo mientras escribe y sólo, como lector, puedes quitarte el sombrero ante su maestría.


miércoles, 5 de junio de 2013

"La mujer" de Juan BOSCH

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
 A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
 También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua. 
La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona. 
La casa estaba allí cerca, pero no podía verse. 
A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un auto". 
Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces. 
Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño. 
El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos. 
-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá! 
-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar. 
-¿Que no? ¡Ahora verás!
 Y volvía a golpearla. 
El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando. 
Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo. 
Le dijo después que se marchara con su hijo: 
-¡Te mataré si vuelves a esta casa! 
La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia. 
Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio. 
-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená! 
Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas. 
Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres. 
El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá. 
La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas. 
La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro. 
Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo. 
La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella. 
La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.

FIN