"...el cuento literario condensa la obsesión de la alimaña, hace perder al lector contacto con la desvaída realidad que le rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación"
Julio Cortázar: "Del cuento breve y sus alrededores"

viernes, 20 de noviembre de 2015

Raymond Carver, el asesino silencioso

Lo primero es reconocer que estaba deseando utilizar el manido, pero no por ello carente de efecto,  titular, el asesino silencioso, tan de moda en los anuncios de medicamentos contra el colesterol y otras dolencias cardíacas. Lo segundo es que Raymond Carver, evidentemente, nada tiene que ver con las enfermedades coronarias.
Entonces, por qué el titular, por qué relacionar al cuentista norteamericano con este cinematográfico apodo.
Pues sinceramente no lo sé. Tal vez habría que retrotraerse a algún trauma infantil que sufrí para esclarecer esta extraña conexión de ideas, pero no es momento ni lugar.
Lo que sí sé es que cuando leo a Carver, cuando me introdujo en sus historias, nunca sé a dónde me quiere llevar. Sus historias están ancladas en una realidad concreta, común, a veces subyace un conflicto, que se desplaza bajo tierra, en otras el conflicto surge y estalla; mas  siempre nos lleva por caminos diversos, vidas distintas, para mostrarnos una realidad humana profunda, oscura, que nos hace tambalear, pero que nos resulta dramáticamente familiar.
Raymond Carver maneja cual relojero el lenguaje, los momentos, los enfoque, de manera precisa, sin alardes, pero consciente de que nos va descubriendo poco a poco, a veces insinuando sin mostrarlo, una miseria humana en un comportamiento mezquino, un sentimiento decepcionante pero habitual, un fracaso sentimental evidente o una pareja que se quiere pero que, en cambio, sufre por la propia vida; historias cargadas de alcohol o conversaciones sin coraza, situaciones todas ellas dolorosas pero comunes. Experiencias que no queremos reconocer pero que Carver sabe exponer para, sin poder evitarlo, reconocerlas o reconocernos. Al autor le gusta llevarnos de la mano como a niños asustados a través de historias aparentemente neutras; en cambio, vamos profundizando en vidas con secretos, como en un bosque oscuro y mágico, y detrás de un árbol escondido surge el drama, el conflicto para hacernos estremecer de manera silenciosa, como un asesino.


"Principiantes", son 17 relatos sin artificios, ni siquiera con la poda que hizo el editor en la primera edición del libro y que se llamó "De qué hablamos cuando hablamos del amor". Anagrama publicó los textos originales de Carver deshaciendo la agresiva revisión de Gordon Lish, su editor, y que dejó a la mitad los cuentos del escritor norteamericano. Al leerlos al completo, no entiendes que pudo quitar, obviar, porque son perfectos. Si tuviéramos que elegir a tres cuentistas universales del siglo XX, Carver sería uno de ellos, y "Principiantes" una de sus obras fundamentales.
Asuman riesgos y lean a Raymond Carver; conozcan su literatura y descubran su propia realidad que, a pesar de toda la amargura, es honestamente hermosa.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Señas de identidad

Es evidente que describir cualquier arte, sustancia, persona o animal con una palabra es imposible; es más, es seguro que caigamos, cuando lo hagamos, en lo inexacto y en el tópico. Pero, un vez excusado y a pesar de ello, lo voy a hacer.

Si tuviéramos que resumir en una palabra, con precipitación, sin reflexionar, la literatura británica es probable que la describiésemos como "humorística" o para ser más exacto como "irónica".  Swift, Chesterton, "Saki" o Tom Sharpe son un ejemplo de ella, además de ser grandes escritores. Si fuera la francesa, tal vez abogaríamos por un término más intimista, "melancólica", "triste"  incluso  si fuera más moderno y fuera por la ciudad en una bici ortopédica, diría "naif". Françoise Sagan, Jean Echenoz o Patrick Modiano son autores en los que la tristeza empapa sus historias.

¿Y la literatura española? ¿Con qué palabra, que característica puede abarcar a grandes historias de autores tan distintos como Cervantes, Baroja Cela, Delibes, Aldecoa, Goytisolo o Mateo Díez?
Sin duda el amargo humor con el que describen la realidad,  no con un humor irónico, sino desgarrador. Personajes expuestos a un extenuante realidad que viven, en ocasiones sobreviven, gracias a pequeños momentos de humor que emanan de la propia amargura grisácea de sus historias y que ayudan a oxigenar tanto su realidad como el relato. ¿Acaso el Quijote pudiera haber vivido con algo de dignidad si no hubiera sido por su locura y el humor que se desprendía de su falta de realidad? No vayan a pensar que abundan estos momentos o que vamos a desternillarnos con ellos, es algo sutil y que pasa desapercibido muchas veces, como esas luces de emergencia discretas que solo vemos cuando todo está inmerso en la oscuridad.

Los lectores y  escritores de nuestra literatura nos sentimos cómodos en estos mundos familiares de gitanos analfabetos perseguidos por guardias civiles o pícaros en busca de algo de comida en nuestra España de posguerra, anónimos personajes de los pueblos sin nombre de Castilla, rencillas entre familias que se alargan hasta olvidar sus razones o dramas ocultos en el jolgorio de las fiestas populares. Realidades tan comunes en nuestra cultura que aunque intentemos disimularlos con capas de modernidad, no son capaces de ocultar la falta en nuestra sociedad de justicia, educación o tristeza que marcan a la mayoría de nuestros queridos protagonistas y a sus lectores. Compartimos penurias porque alguna vez nos han tocado, sufrimos con sus injusticias porque las hemos vivido de cerca y nos sonreímos, sin querer, porque, aunque seamos cutres, chafarderos y envidiosos, nos sentimos cómodos en esta sociedad que siempre ha sido así. Por lo menos, la literatura, la mejor cronista, así lo ha reflejado.

miércoles, 26 de agosto de 2015

"Bernardino", de Ana María MATUTE.

Es un relato breve, intenso y medido, situado en la España de los prejuicios y envidias, en la España de antes y de ahora. El infantil narrador, testigo que observa sin querer o poder evitar una infamia, nos relata un ultraje y lo hace a través de descripciones exactas, diálogos potentes y su propia visión cargada de contradicciones, con la eterna lucha entre alzar la voz contra la injusticia o mirar hacia un lado por miedo.
Ana María Matute narra un episodio en una España de los 50, con sus cicatrices sin cerrar, sus odios viscerales, cuyos protagonista son niños que, si bien es cierto que no han vivido la guerra, el enfrentamiento lo siguen percibiendo en sus hogares, reproduciéndolo y agigantándolo, deformando las ideas de sus padres hasta la sin razón. La escritora catalana que tanto le gustó de narrar desde la adolescencia capta el momento vital de la decisión, de la trascendencia de las actitudes haciendo de "Bernardino" todo un clásico literario que se merece estar en nuestro canon literario, sin duda.







"Bernardino"


Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado.
Bernardino vivía con sus hermanas mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, en “Los Lúpulos”, una casa grande, rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con árboles viejos agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La finca se hallaba en las afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los grandes bosques comunales.
Alguna vez, el abuelo nos llevaba a “Los Lúpulos”, en la pequeña tartana, y, aunque el camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las tardes en aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas, fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua -habíamos visto mujeres vestidas como ellas en el álbum de fotografías del abuelo- y se peinaban con moños levantados, como roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía extraño que un niño de nuestra edad tuviera hermanas que parecían tías, por lo menos. El abuelo nos dijo:
-Es que la madre de Bernardino no es la misma madre de sus hermanas. Él nació del segundo matrimonio de su padre, muchos años después.
Esto nos armó aún más confusión. Bernardino, para nosotros, seguía siendo un ser extraño, distinto. Las tardes que nos llevaban a “Los Lúpulos” nos vestían incómodamente, casi como en la ciudad, y debíamos jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían en absoluto. Se nos prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto parecía tener una sola explicación para nosotros:
-Bernardino es un niño mimado -nos decíamos. Y no comentábamos nada más.
Bernardino era muy delgado, con la cabeza redonda y rubia. Iba peinado con un flequillo ralo, sobre sus ojos de color pardo, fijos y huecos, como si fueran de cristal. A pesar de vivir en el campo, estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito. Era muy callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar de comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el abuelo, mi hermano mayor decía:
-Ese chico mimado... No se puede contar con él.
Verdaderamente no creo que entonces supiéramos bien lo que quería decir estar mimado. En todo caso, no nos atraía, pensando en la vida que llevaba Bernardino. Jamás salía de “Los Lúpulos” como no fuera acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o paseaba con ellas por el campo, siempre muy seriecito y apacible.
Los chicos del pueblo y los de las minas lo tenían atravesado. Un día, Mariano Alborada, el hijo de un capataz, que pescaba con nosotros en el río a las horas de la siesta, nos dijo:
-A ese Bernardino le vamos a armar una.
-¿Qué cosa? -dijo mi hermano, que era el que mejor entendía el lenguaje de los chicos del pueblo.
-Ya veremos -dijo Mariano, sonriendo despacito-. Algo bueno se nos presentará un día, digo yo. Se la vamos a armar. Están ya en eso Lucas, Amador, Gracianín y el Buque... ¿Queréis vosotros?
Mi hermano se puso colorado hasta las orejas.
-No sé -dijo-. ¿Qué va a ser?
-Lo que se presente -contestó Mariano, mientras sacudía el agua de sus alpargatas, golpeándolas contra la roca-. Se presentará, ya veréis.
Sí: se presentó. Claro que a nosotros nos cogió desprevenidos, y la verdad es que fuimos bastante cobardes cuando llegó la ocasión. Nosotros no odiábamos a Bernardino, pero no queríamos perder la amistad con los de la aldea, entre otras cosas porque hubieran hecho llegar a oídos del abuelo andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra parte, las escapadas con los de la aldea eran una de las cosas más atractivas de la vida en las montañas.
Bernardino tenía un perro que se llamaba “Chu”. El perro debía de querer mucho a Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El nombre de “Chu” venía probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro sin raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se hacía querer en seguida.
-Ese Bernardino es un pez -decía mi hermano-. No le da a “Chu” ni una palmada en la cabeza. ¡No sé cómo “Chu” le quiere tanto! Ojalá que “Chu” fuera mío...
A “Chu” le adorábamos todos, y confieso que alguna vez, con mala intención, al salir de “Los Lúpulos” intentábamos atraerlo con pedazos de pastel o terrones de azúcar, por ver si se venía con nosotros. Pero no: en el último momento “Chu” nos dejaba con un palmo de narices y se volvía saltando hacia su inexpresivo amigo, que le esperaba quieto, mirándonos con sus redondos ojos de vidrio amarillo.
-Ese pavo... -decía mi hermano pequeño-. Vaya un pavo ese...
Y, la verdad, a qué negarlo, nos roía la envidia.
Una tarde en que mi abuelo nos llevó a “Los Lúpulos” encontramos a Bernardino raramente inquieto.
-No encuentro a “Chu” -nos dijo-. Se ha perdido, o alguien me lo ha quitado. En toda la mañana y en toda la tarde que no lo encuentro...
-¿Lo saben tus hermanas? -le preguntamos.
-No -dijo Bernardino-. No quiero que se enteren...
Al decir esto último se puso algo colorado. Mi hermano pareció sentirlo mucho más que él.
-Vamos a buscarlo -le dijo-. Vente con nosotros, y ya verás como lo encontraremos.
-¿A dónde? -dijo Bernardino-. Ya he recorrido toda la finca...
-Pues afuera -contestó mi hermano-. Vente por el otro lado del muro y bajaremos al río... Luego, podemos ir hacia el bosque. En fin, buscarlo. ¡En alguna parte estará!
Bernardino dudó un momento. Le estaba terminantemente prohibido atravesar el muro que cercaba “Los Lúpulos”, y nunca lo hacía. Sin embargo, movió afirmativamente la cabeza.
Nos escapamos por el lado de la chopera, donde el muro era más bajo. A Bernardino le costó saltarlo, y tuvimos que ayudarle, lo que me pareció que le humillaba un poco, porque era muy orgulloso.
Recorrimos el borde del terraplén y luego bajamos al río. Todo el rato íbamos llamando a “Chu”, y Bernardino nos seguía, silbando de cuando en cuando. Pero no lo encontramos.
Íbamos ya a regresar, desolados y silenciosos, cuando nos llamó una voz, desde el caminillo del bosque:
-¡Eh, tropa!...
Levantamos la cabeza y vimos a Mariano Alborada. Detrás de él estaban Buque y Gracianín. Todos llevaban juncos en la mano y sonreían de aquel modo suyo, tan especial. Ellos sólo sonreían cuando pensaban algo malo.
Mi hermano dijo:
-¿Habéis visto a “Chu”?
Mariano asintió con la cabeza:
-Sí, lo hemos visto. ¿Queréis venir?
-Bernardino avanzó, esta vez delante de nosotros. Era extraño: de pronto parecía haber perdido su timidez.
-¿Dónde está “Chu”? -dijo. Su voz sonó clara y firme.
Mariano y los otros echaron a correr, con un trotecillo menudo, por el camino. Nosotros les seguimos, también corriendo. Primero que ninguno iba Bernardino.
Efectivamente: ellos tenían a “Chu”. Ya a la entrada del bosque vimos el humo de una fogata, y el corazón nos empezó a latir muy fuerte. Habían atado a “Chu” por las patas traseras y le habían arrollado una cuerda al cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío nos recorrió: ya sabíamos lo que hacían los de la aldea con los perros sarnosos y vagabundos. Bernardino se paró en seco, y “Chu” empezó a aullar, tristemente. Pero sus aullidos no llegaban a “Los Lúpulos”. Habían elegido un buen lugar.
-Ahí tienes a “Chu”, Bernardino -dijo Mariano-. Le vamos a dar de veras.
Bernardino seguía quieto, como de piedra. Mi hermano, entonces, avanzó hacia Mariano.
-¡Suelta al perro! -le dijo-. ¡Lo sueltas o...!
-Tú, quieto -dijo Mariano, con el junco levantado como un látigo-. A vosotros no os da vela nadie en esto... ¡Como digáis una palabra voy a contarle a vuestro abuelo lo del huerto de Manuel el Negro!
Mi hermano retrocedió, encarnado. También yo noté un gran sofoco, pero me mordí los labios. Mi hermano pequeño empezó a roerse las uñas.
-Si nos das algo que nos guste -dijo Mariano- te devolvemos a “Chu”.
-¿Qué queréis? -dijo Bernardino. Estaba plantado delante, con la cabeza levantada, como sin miedo. Le miramos extrañados. No había temor en su voz.
Mariano y Buque se miraron con malicia.
-Dineros -dijo Buque.
Bernardino contestó:
- No tengo dinero.
Mariano cuchicheó con sus amigos, y se volvió a él:
-Bueno, pos cosa que lo valga...
Bernardino estuvo un momento pensativo. Luego se desabrochó la blusa y se desprendió la medalla de oro. Se la dio.
De momento, Mariano y los otros se quedaron como sorprendidos. Le quitaron la medalla y la examinaron.
-¡Esto no! -dijo Mariano-. Luego nos la encuentran y... ¡Eres tú un mal bicho! ¿Sabes? ¡Un mal bicho!
De pronto, les vimos furiosos. Sí; se pusieron furiosos y seguían cuchicheando. Yo veía la vena que se le hinchaba en la frente a Mariano Alborada, como cuando su padre le apaleaba por algo.
-No queremos tus dineros -dijo Mariano-. Guárdate tu dinero y todo lo tuyo... ¡Ni eres hombre ni... ná!
Bernardino seguía quieto. Mariano le tiró la medalla a la cara. Le miraba con ojos fijos y brillantes, llenos de cólera. Al fin, dijo:
-Si te dejas dar de veras tú, en vez del chucho...
Todos miramos a Bernardino, asustados.
-No... -dijo mi hermano.
Pero Mariano gritó:
-¡Vosotros a callar, o lo vais a sentir...! ¡Qué os va en esto? ¿Qué os va...?
Fuimos cobardes y nos apiñamos los tres juntos a un roble. Sentí un sudor frío en las palmas de las manos. Pero Bernardino no cambió de cara. (“Ese pez...”, que decía mi hermano). Contestó:
-Está bien. Dadme de veras.
Mariano le miró de reojo, y por un momento nos pareció asustado. Pero en seguida dijo:
-¡Hala, Buque...!
Se le tiraron encima y le quitaron la blusa. La carne de Bernardino era pálida, amarillenta, y se le marcaban mucho las costillas. Se dejó hacer, quieto y flemático. Buque le sujetó las manos a la espalda, y Mariano dijo:
-Empieza tú, Gracianín...
Gracianín tiró el junco al suelo y echó a correr, lo que enfureció más a Mariano. Rabioso, levantó el junco y dio de veras a Bernardino, hasta que se cansó.
A cada golpe mis hermanos y yo sentimos una vergüenza mayor. Oíamos los aullidos de “Chu” y veíamos sus ojos, redondos como ciruelas, llenos de un fuego dulce y dolorido que nos hacía mucho daño. Bernardino, en cambio, cosa extraña, parecía no sentir el menor dolor. Seguía quieto, zarandeado solamente por los golpes, con su media sonrisa fija y bien educada en la cara. También sus ojos seguían impávidos, indiferentes. (“Ese pez”, “Ese pavo”, sonaba en mis oídos).
Cuando brotó la primera gota de sangre Mariano se quedó con el mimbre levantado. Luego vimos que se ponía muy pálido. Buque soltó las manos de Bernardino, que no le ofrecía ninguna resistencia, y se lanzó cuesta abajo, como un rayo.
Mariano miró de frente a Bernardino.
-Puerco -le dijo-. Puerco.
Tiró el junco con rabia y se alejó, más aprisa de lo que hubiera deseado.
Bernardino se acercó a “Chu”. A pesar de las marcas del junco, que se inflamaban en su espalda, sus brazos y su pecho, parecía inmune, tranquilo, y altivo, como siempre. Lentamente desató a “Chu”, que se lanzó a lamerle la cara, con aullidos que partían el alma. Luego, Bernardino nos miró. No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus ojos de color de miel. Se alejó despacio por el caminillo, seguido de los saltos y los aullidos entusiastas de “Chu”. Ni siquiera recogió su medalla. Se iba sosegado y tranquilo, como siempre.
Sólo cuando desapareció nos atrevimos a decir algo. Mi hermano recogió del suelo la medalla, que brillaba contra la tierra.
-Vamos a devolvérsela -dijo.
Y aunque deseábamos retardar el momento de verle de nuevo, volvimos a “Los Lúpulos”. Estábamos ya llegando al muro, cuando un ruido nos paró en seco. Mi hermano mayor avanzó hacia los mimbres verdes del río. Le seguimos, procurando no hacer ruido.
Echado boca abajo, medio oculto entre los mimbres, Bernardino lloraba desesperadamente, abrazado a su perro.
FIN

viernes, 29 de mayo de 2015

"Descenso a los infiernos de la imaginación" de Marco Denevi



Disfruto los relatos donde ficción  y realidad se mezclan, donde el autor juega a confundir lo imaginado con lo vivido, en los que la historia y los personajes sufren por la vida real del lector.
Marco Denevi escribió en 1979 uno de los cuentos que personalmente más me han hecho disfrutar: "Descenso a los infiernos de la imaginación".






En el se relata, a través de un jefe que le pide a un redactor para su revista un cuento, el proceso de creación de una historia a partir de una anécdota real y aparentemente insignificante. Sin embargo, cuando vamos avanzando en el relato que cuenta el director, vamos percibiendo que pudo ser algo más que insignificante. El que va a ser el escritor, no habla, se supone que asiste impávido al  relato de su propia vida que se va a publicar en forma de cuento, y solo escuchamos al director que va deshaciendo la madeja de lo vivido para concluir que puedo ser mucho más de lo que todo el mundo se imagina.
Siento ser tan misterioso, pero prefiero que vayan descubriendo, al igual que nuestro protagonista oculto, el relato mientras el director nos lo cuenta.


"usted se comprometió a escribir un cuento, un cuento de amor, de diez carillas, y a entregarlo, listo para su publi­cación en Quimeras, el lunes próximo. Hoy es el viernes anterior a ese lunes y usted, del cuento, todavía no ha escrito una línea. No se le ocurre nada, ningún argumento, ni siquiera un personaje suelto. Está desesperado, con la mente en blanco.

Oiga. ¿Por qué no se decide, por fin, a convertir en un cuento aquel episodio, sí, aquello que les sucedió, a usted y a Verena, en Bélgica, arriba del tren que los llevaba a Bru­selas? No sé por qué usted siempre se negó a aprovecharlo. De acuerdo, el episodio por sí mismo no vale gran cosa, es apenas una anécdota de esas que uno saca a relucir, de regreso, delante de los amigos, junto con las fotografías y los ceniceros que se robó en los hoteles. Pero ¿para qué está la imaginación?" Seguir leyendo

martes, 5 de mayo de 2015

"El asedio" de Pérez Reverte.

Acabo de leer una extensa novela de Reverte que me ha encantado, "El asedio". Cayó en mis manos sin querer, como cuando atrapa el pequeño del recreo el balón de rugby, la interesante historia sobre la Cádiz  de 1810.

Sabíamos de Arturo Pérez Reverte su capacidad para inocular la curiosidad de la Historia a través de unas novelas entretenidas, de ritmo adecuado a lo que narra y personajes literarios (protagonistas que parecen fuera de lugar temporal y espacial, cargados de miserias y autenticidad) poderosos; véase toda la serie de "El capitán Alatriste", por otro lado, pobrementes adaptadas al cine. Lo dicho es en absoluto una reflexión crítica, sino una costatación del correcto arte de la escritura del novelista murciano.

Además, habría que añadir que en "El asedio", Reverte sube un escalón  y añade a las virtudes antes expuestas un mayor dominio del ritmo y un enredado de tramas, confundiendo entre principales y secundarias, perfectamente resueltas que nos otorgan una riqueza de matices, diálogos y detalles a la trama, haciéndola, a pesar de sus más de 700 páginas, sumamente apetecible y fácil de leer.

"El asedio" narra los dos años y medio de asedio francés a la ciudad de Cádiz, a través de cuatro interesantes y literarios protagonistas y de sus vicisitudes para sobrevivir a un mundo caduco que cambia rápidamente: fin del imperio español, la guerra, la nueva constitución liberal de 1812, las nuevas situaciones que se impondrán tras las derrotas francesas. Una realidad trágica y cambiante pero que se impone irremediablemente, y a la que deben sobrevivir con la continua amenaza de las bombas, de una cruel y por momentos absurda guerra y a un sádico asesino, los protagonistas.


miércoles, 8 de abril de 2015

Virgilio Piñeira, entre Kafka y Monterroso.

Ahí es nada, como diría un castizo. Virgilio tiene algo de dos genios de las letras, más de Kafka, del que seguro inspiró, que de Monterroso que prácticamente fue coetáneo; aunque también un estilo propio y único.
Quien no conozca al escritor cubano se va a sorprender, sin duda. Primero, por su brevedad, en general la mayoría de sus relatos no se extienden más de una o dos caras; segundo, por su diversa y angustiosa temática, desde cuentos de terror hasta historias de amor pasando por inquietantes relatos como "El album"; y tercero, por su fina ironía y respeto a unos curiosos personajes, que nos hace sonreír en más de una ocasión como en "El balcón"

"Sucedió con gran sencillez, sin afectación. Por motivos que no son del caso exponer, la población sufría de falta de carne. (...)
Con gran tranquilidad se puso a afilar un enorme cuchillo de cocina y, acto seguido, bajándose los pantalones hasta las rodillas, cortó de su nalga izquierda un hermoso filete"


El olvidado escritor cubano es un artista de la palabra conjugando síntesis y belleza para dotar a su prosa de un ritmo y armonía propia. Pero, además, es capaz de arrastrarnos casi sin querer hacia mundos extraños pero cercanos, a situaciones asombrosas pero familiares, creando una atmósfera que, si bien no es tan angustiosa como las de Kafka, sí que beben de su naturaleza absurda e inquietante, mas dotadas de una fina ironía. Y nos sumerge en ese mundo con una prosa precisa, breve y juguetona, al igual que Augusto Monterroso, presentando con unos breves rasgos una turbada realidad que percibimos cambiante y que, habitualmente, nos sorprenden con un giro de tuerca, haciendo más increíble su historia de lo presumíamos tras las primeras líneas.
Mi sensación al leer a Virgilio Piñeira es como cuando ves a algún gran mago o acróbata, que esperas el más difícil todavía o el truco más increíble, y normalmente se cumplen.
Por nombrar algunos más de los numerosos y magníficos relatos que escribió Virgilio: "La caída", "La montaña" o "El gran Baro" y, por supuesto, el siguiente fulgor recomendado.


NATACIÓN

He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay el temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogado de antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o en la claridad deslumbrante de un hermoso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos hinchemos.

No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A primera vista se pensaría en los estertores de la muerte. Sin embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se agoniza uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música que entra por la ventana y mirando el gusano que se arrastra por el suelo.
Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se hurtaban a mis miradas y sollozaban en los rincones. Felizmente, ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las losas de mármol y les entrego un pececillo que atrapo en las profundidades submarinas.

Virgilio Piñera (Cuba, 1912-1979)

lunes, 23 de marzo de 2015

Baroja, el olvidado escritor total

Es incomprensible como este autor apenas tiene repercusión en nuestra sociedad, más allá de alguna forzada efeméride. Tal vez por ser políticamente incorrecto en cuanto a nacionalismos se refiere o tal vez por su etiqueta de misógino, el hecho es que nuestros estudiantes cada vez saben menos de su obra y a los adultos se nos va olvidando su lectura.

En cambio, nadie puede dudar del talento literario de Pío Baroja. "La Busca", el primero de los libros de la magnífica trilogía "La lucha por la vida" es uno de los imprescindibles de la literatura española y una de las obras culmen del escritor vasco, pero también "El árbol de la ciencia", "Las aventuras de Santi Andía" o "La casa de Aizgorri", cada una en un subgénero narrativo muy diferente, son obras de lectura obligada para las personas ávidas de exquisiteces literarias. Los tonos son muy distintos, su ubicación histórica y geográfica, también, sus temáticas difieren opuestamente, pero en cambio existe un estilo propio narrativo que demuestran la calidad de Baroja.

Es más, mi última lectura del escritor vasco "Paradox, Rey", es un registro totalmente nuevo para mí. Escrita en 1906, la podemos definir como Vanguardista, anticipando mediante un humor absurdo las rupturas en el arte que se fueron produciendo en los inicios del siglo XX. Además, aunque encasillada como novela, el estilo teatralizado, y el uso de los diálogos marcan la acción y tiene más de lenguaje teatral que de novela propiamente.
Un viaje cargado de sinsentido, con unos personajes llenos de matices y contradicciones; algunos cargados de ingenio e ironía, otros de un pragmatismo maquiavélico; situaciones extremas con respuestas sorprendentes y diálogos, grandes e ingeniosos diálogos, marcan esta novela sorprendente. Sin duda un Baroja distinto al acostumbrado, pero sorprendente y genial como siempre.

"El hombre hace una referencia, se encasqueta el sombrero, se retira cojeando y se queda apoyado en la pared.

PARADOX.- ¿Quién es este hombre tan fatídico?

WOLF.- Es un aventurero que quiere que se le lleve al Cananí. He estado en varias guerras y en cada una ha perdido algún miembro.
PARADOX.- ¿Y qué va a hacer usted con él?
WOLF.- No sé. Es tuerto, cojo, manco, tiene dos cicatrices en la cara, una en la frente y dieciséis heridas en el cuerpo, y todavía dice que no hay nada como la guerra.
PARADOX.- Será humorista.
WOLF.- No es un hombre que tiene vocación para el heroísmo.
PARADOX.- Para el heroísmo...y para la ortopedia.
WOLF.- ¿Qué quiere  usted, señor Paradox? Yo creo que todas las locuras son respetables.
PARADOX.- Y yo también ¿Y cómo se llama este hombre fragmentario?
WOLF.- Hardibrás.
PARADOX.- Es un buen nombre de perro de aguas.
WOLF.- Pues ya ve usted, es un héroe."

                                                                                                              "Paradox, Rey"

viernes, 13 de marzo de 2015

"No te rindas", Mario Benedetti.

No te rindas, aun estas a tiempo
de alcanzar y comenzar de nuevo,
aceptar tus sombras, enterrar tus miedos,
liberar el lastre, retomar el vuelo.
 
No te rindas que la vida es eso,
continuar el viaje,
perseguir tus sueños,
destrabar el tiempo,
correr los escombros y destapar el cielo.
 
No te rindas, por favor no cedas,
aunque el frío queme,
aunque el miedo muerda,
aunque el sol se esconda y se calle el viento,
aun hay fuego en tu alma,
aun hay vida en tus sueños,
porque la vida es tuya y tuyo también el deseo,
porque lo has querido y porque te quiero.
 
Porque existe el vino y el amor, es cierto,
porque no hay heridas que no cure el tiempo,
abrir las puertas quitar los cerrojos,
abandonar las murallas que te protegieron.
 
Vivir la vida y aceptar el reto,
recuperar la risa, ensayar el canto,
bajar la guardia y extender las manos,
desplegar las alas e intentar de nuevo,
celebrar la vida y retomar los cielos,
 
No te rindas por favor no cedas,
aunque el frío queme,
aunque el miedo muerda,
aunque el sol se ponga y se calle el viento,
aun hay fuego en tu alma,
aun hay vida en tus sueños,
porque cada día es un comienzo,
porque esta es la hora y el mejor momento,
porque no estas sola,
porque yo te quiero.

lunes, 16 de febrero de 2015

Rafael Chirbes frente Natalia SanMartín.

Tal vez, dos de los últimos fenómenos literarios españoles, (perdóneme Luis Landero, del que ya hemos hablado en este blog) por diferente razones, sean "El despertar de la señorita Prim", de Natalia SanMartín Fenorella y "En la orilla", de Rafael Chirbes.

Si el primero ha sido un éxito absoluto de lectores, desconozco si de crítica: sus derechos  han sido adquiridos en varios países y se rumorea una posible adaptación cinematográfica, el segundo, "En la orilla", de Rafael Chirbes, ha sido un éxito de crítica, menos de público, y para muchos la mejor novela del 2014 en lengua española.

Ambas novelas han convivido en mi imaginario por tres semanas, enfrentándose, sin querer, la una con la otra. Ha sido mera casualidad, pero no por ello una experiencia menor. De hecho, me ha gustado la vivencia lectora, siendo una buena manera de contraponer historias, ritmos y tonos narrativos tan diferentes.
 Si la señorita Prim es una historia inocentemente optimista, en la que se enaltece valores de otra época y con ritmos que nos retrotraen a una dichosa infancia; un pueblo ideal con todos sus valores humanos y la educación como sinónimo de cultura y de disfrute de los pequeños momentos, con historias de amor edulcoradas y personajes irregularmente perfectos hasta el hastío. "En la orilla", Chirbes nos sacude y abofetea sin piedad mostrándonos una realidad dolorosa, sin árnica posible, con metáforas dolorosas e incluso desagradables de una vida casi acabada, con una sociedad, al igual que el padre del protagonista, en estado vegetativo y una sensación de angustia, pobreza a todos los niveles, mostrándonos una cruda realidad de la sociedad española actual.

Aunque, por mi espíritu frágil y por el axioma heredado de Augusto Monterroso de que toda buena literatura retrata la vida y toda vida es triste, mi inclinación fue "En la orilla" (también por él éxito de crítica), mas, según avanzaba en su lectura, el hastío me fue inundando y la falta absoluta de luz en los monólogos interiores, me sobrepasaron hasta saciarme. No ha sido por falta de literatura, ni por falta de ritmo, a pesar de ser la narración un continuo sin apenas descanso, sino por la propia tristeza que emana cada palabra y por no ver ningún resquicio por el que ilusionarte por la vida. He acabado su lectura sin esfuerzo, su estructura literaria es magnífica, pero muy apesadumbrado.

Mientras la lectura de la Señorita Prim me cansó por sus tonos pasteles y deseaba acabar saciado  por el empalagoso dulzón, sin menospreciar su optimismo y entretenimiento, en la novela de Chirbes, que estuve muchos más metido en su lectura, deseaba salirme de ella para escapar de esa tristeza que inunda cada palabra y a uno mismo; y además, refrenda tus oscuros presentimientos sobre nuestra sociedad.