Hay libros que te persiguen durante años. Algunos los compras fascinado por una publicidad engañosa, lo empiezas y, al caer en la trampa, lo abandonas decepcionado; otros, lo coges de la biblioteca una y otra vez pero nunca los llegas a terminar, tal vez por la sensación de apremio del límite impuesto, o por una falsa condescendencia ante lo que no es propio. Otros, en cambio, te los prestan y, tras dos mudanzas, tres hogares, seis diferentes estanterías y 12 años, surgen de nuevo para tí, como un buque a la deriva.
Recuerdas que ese antiguo amigo te lo pidió, y tú, violentado por la presunción de culpabilidad, le reprochaste insistentemente su insinuación y le gritaste, incluso, que ya se lo habías devuelto. En cambio, un día aparece, te sonríes recordando el momento, y comienzas a leerlo sin pretensión, sin recordar porqué no lo terminaste y se lo devolviste. Y descubres tras una o dos páginas que es una obra maestra. SEGUIR LEYENDO
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