—A quién se le ocurre abrir la boca, para empezar –dijo
Itzie—. ¿Por qué siempre tienes que abrir la boca?
—Yo no saqué el tema, Itz, no lo hice –dijo Ozzie.
—De todos modos, ¿a ti qué más te da Jesucristo?
—Yo no saqué el tema de Jesucristo. Fue él. Yo ni siquiera
sabía de qué me hablaba. Jesús es una figura histórica, decía una y otra vez.
Jesús es una figura histórica. –Ozzie imitó la voz monumental del rabino
Binder—. Jesús fue una persona que vivió como tú y como yo –continuó Ozzie—Es
lo que dijo Binder…
—¿Ah, sí? ¡Y qué! A mí qué me va en lo que viviera o dejara
de vivir. ¡Y por qué tienes que abrir la boca!
Itzie Lieberman estaba a favor de mantener la boca cerrada,
sobre todo en relación a las preguntas de Ozzie Freedman. La señora Freedman ya
había tenido que verse en dos ocasiones con el rabino Binder por las preguntas
de Ozzie y este miércoles a las cuatro y media sería la tercera. Itzie prefería
mantener a su madre en la cocina; él optaba por las sutilezas por la espalda
tales como gestos, muecas, gruñidos y otros ruidos de corral menos delicados.
—Jesús fue una persona normal, pero no fue como Dios y
nosotros no creemos que sea Dios. –Poco a poco, Ozzie le explicaba la postura
del rabino Binder a Itzie, que no había asistido a la escuela hebrea la tarde
anterior.
—Los católicos –intervino Itzie amablemente—creen en
Jesucristo, creen que es Dios. –Itzie Lieberman empleaba la expresión “los
católicos” en su sentido más amplio, para incluir a los protestantes.
Ozzie recibió la observación de Itzie con una ligera inclinación
de la cabeza, como si se tratara de una nota al pie, y continuó.
—Su madre fue María y su padre, probablemente, José. Pero el
Nuevo Testamento dice que su verdadero padre es Dios.
—¿Su verdadero padre?
—Sí. Ésa es la cuestión, se supone que su padre fue Dios.
—Tonterías.
—Lo mismo dice el rabino Binder, que es imposible…
—Pues claro que es imposible. Todo eso son tonterías. Para
tener un hijo tienes que tener relaciones –teologizó Itzie—. María tuvo que
tener relaciones.
—Es lo que dice Binder: “La única manera de que una mujer
conciba es mantener relaciones sexuales con un hombre”.
—¿Dijo eso, Ozz? –Por un momento pareció que Itzie dejaba de
lado la cuestión teológica—. ¿Dijo eso, relaciones sexuales? —Una sonrisita
ondulada se formó en la mitad inferior del rostro de Itzie como un mostacho
blanco—. ¿Y vosotros qué hicisteis, Ozz? ¿Os reísteis o algo?
—Levanté la mano.
—¿Sí? ¿Qué dijiste?
—Entonces le hice una pregunta.
A Itzie se le iluminó la cara.
—¿Sobre qué? ¿Las relaciones sexuales?
—No. Le pregunté sobre Dios, sobre cómo si había sido capaz
de crear el cielo y la tierra en seis días, y todos los animales y los peces y
la luz en seis días (sobre todo la luz, esto siempre me sorprende, que creara
la luz). Crear animales y los peces, eso está muy bien…
—Está más que bien. –La apreciación de Itzie era honesta,
pero carente de imaginación: como si Dios hubiera colado una pelota directa.
—Pero crear la luz… O sea, si lo piensas, es muy fuerte. En
fin, le pregunté a Binder que si Dios había podido hacer todo eso en seis días,
y había podido elegir los seis días que quiso de la nada, por qué no iba a
poder permitir que una mujer tuviera un hijo sin mantener relaciones sexuales.
—¿Dijiste relaciones sexuales, Ozz? ¿A Binder?
—Sí.
—¿En medio de la clase?
—Sí.
Itzie se dio un manotazo en un lado de la cabeza.
—En serio, no es broma –dijo Ozzie—, eso no fue nada.
Después de todo lo demás, eso no fue nada.
Itzie lo consideró un instante.
—¿Qué dijo Binder?
—Volvió a empezar con la explicación de que Jesús era una
figura histórica y que vivió como tú y como yo pero que no era Dios. De modo
que le dije que eso ya lo había entendido. Que lo que yo quería saber era otra
cosa.
Lo que Ozzie quería saber siempre era otra cosa. La primera
vez había querido saber cómo podía el rabino Binder llamar a los judíos “el
pueblo elegido” si la Declaración de Independencia aseguraba que todos los
hombres habían sido creados iguales. El rabino Binder intentó hacerle ver la
distinción entre igualdad política y legitimidad espiritual, pero lo que Ozzie
quería saber, insistió con vehemencia, era otra cosa. Ésa fue la primera vez
que su madre tuvo que visitar al rabino.
Luego vino el accidente aéreo. Cincuenta y ocho personas
murieron en un accidente de avión en La Guardia. Al repasar la lista de bajas
en el diario, la madre de Ozzie había descubierto ocho apellidos judíos entre
los muertos (su abuela sumó nueve pero contaba Millar como apellido judío);
debido a estos ocho su madre dijo que el accidente era “una tragedia”. Durante
el debate de tema libre de los miércoles Ozzie había llamado la atención del
rabino Binder sobre esta cuestión de que “algunos de sus parientes” siempre
estuvieran buscando los apellidos judíos. El rabino Binder había empezado a explicar
la unidad cultural y demás cosas cuando Ozzie se levantó y dijo desde su sitio
que lo que él quería saber era otra cosa. El rabino Binder insistió en que se
sentara y entonces Ozzie gritó que ojalá los cincuenta y ocho hubieran sido
todos judíos. Esa fue la segunda vez que su madre visitó al rabino.
—Y siguió explicando que Jesús fue una figura histórica, así
que yo seguí preguntándole lo mismo. En serio, Itz, intentaba hacerme quedar
como un estúpido.
—¿Y al final qué hizo?
—Al final se puso a gritar que me hacía el tonto a propósito
y me creía muy listo y que viniera mi madre y que sería la última vez. Y que si
dependiese de él yo nunca celebraría el bar—mitzvah. Entonces, Itz, empezó a
hablar con esa voz de estatua, muy lenta y profunda, y me dijo que mejor que
meditara lo que le había dicho sobre el Señor. Me mandó a su despacho a
pensármelo –Ozzie se inclinó hacia Itzie—. Itz, estuve pensando durante una
hora interminable y ahora estoy convencido de que Dios pudo hacerlo.
Ozzie había planeado confesar su última transgresión a su
madre en cuanto ésta llegara a casa del trabajo. Pero era un viernes por la
noche de noviembre y ya había oscurecido, y cuando la señora Freedman cruzó la
puerta de casa, se quitó el abrigo, dio un beso rápido a Ozzie en la mejilla y
se dirigió a la cocina para encender las tres velas amarillas, dos por el
sabbat y una por el padre de Ozzie.
Cuando su madre encendiera las velas se llevaría lentamente
los brazos contra el pecho, arrastrándolos por el aire como para persuadir a
las gentes de mente indecisa. Y las lágrimas anegarían sus ojos. Ozzie
recordaba que los ojos de su madre se habían llenado de lágrimas incluso en
vida su padre, así que no tenía nada que ver con la muerte del esposo. Tenía
que ver con encender las velas.
Mientras su madre acercaba una cerilla encendida a la mecha
apagada de una vela de sabbat sonó el teléfono y Ozzie, que estaba al lado,
levantó el auricular y amortiguó el ruido apoyándoselo en el pecho. Tenía la
impresión de que no debía oírse ningún ruido cuando su madre encendía las
velas, hasta la respiración, si sabías hacerlo, debía suavizarse. Ozzie apretó
el auricular contra el pecho y contempló a su madre arrastrar lo que fuera que
arrastraba y sintió que también sus ojos se llenaban de lágrimas. Su madre era
un pingüino de pelo canoso, cansado y rechoncho cuya piel gris había empezado a
sentir la fuerza de la gravedad y el peso de su propia historia. Ni siquiera
cuando se arreglaba tenía aspecto de une elegida. Pero cuando encendía las
velas tenía mejor aspecto, como el de una mujer que supiera, por un momento,
que Dios podía hacer cualquier cosa.
Al cabo de unos minutos misteriosos acabó. Ozzie colgó el
teléfono y se acercó a la mesa de la cocina, donde su madre había empezado a
preparar los dos servicios para la comida de cuatro platos del sabbat. Le dijo
que tenía que ver al rabino Binder el miércoles siguiente a las cuatro y media
y luego le explicó por qué. Por primera vez en su vida en común, su madre le
cruzó la cara de un bofetón.
Durante el hígado y la sopa Ozzie no paró de llorar; no le
quedaba apetito para el resto.
El miércoles, en el aula más grande del sótano de la
sinagoga, el rabino Marvin Binder, un hombre de treinta años, alto, guapo, de
espalda ancha y pelo negro y fuerte, se sacó el reloj del bolsillo y vio que
eran las cuatro. Al fondo de la sala, Yakov Blotnik, el cuidador de setenta
años, limpiaba lentamente el ventanal, murmurando por lo bajo, sin saber si
eran las cuatro o las seis, lunes o miércoles. Para la mayoría de los
estudiantes, los murmullos de Yakov Blotnik, junto con su barba castaña y
rizada, la nariz aguileña y los gatos negros que siempre iban pisándole los
talones, lo convertían en una maravilla, un extranjero, una reliquia, hacia
quien mostrar alternativamente miedo o irreverencia. A Ozzie los murmullos
siempre le habían parecido una curiosa y monótona oración; curiosa porque el
viejo Blonik llevaba murmurando sin parar tantos años que Ozzie sospechaba que
el viejo había memorizado las oraciones y se había olvidado de Dios.
—Hora de debate —anunció el rabino Binder—. Sois libres para
hablar sobre cualquier cuestión judía: religión, familia, política, deporte…
Se hizo el silencio. Era una tarde de noviembre ventosa y
nublada y no parecía que existiera ni pudiera existir algo llamado béisbol. Así
que esta semana nadie dijo nada acerca de aquel héroe del pasado, Hank
Greenberg, cosa que limitaba considerablemente los temas de debate.
Y la paliza espiritual que Ozzie Freedman acababa de recibir
del rabino Binder había impuesto sus límites. Cuando llegó el turno de que
Ozzie leyera del libro de hebreo, el rabino le preguntó enfurruñado por qué no
leía más deprisa. Ozzie no progresaba. Ozzie dijo que podía leer más rápido
pero que si lo hacía estaba seguro de que no entendería lo que leía. No
obstante, ante la insistencia del rabino, lo intentó y demostró gran talento
pero en mitad de un pasaje largo se paró en seco y dijo que no entendía ni una
palabra de lo que leía y volvió a empezar a ritmo de tortuga. Entonces recibió
la paliza espiritual.
En consecuencia, cuando llegó la hora del debate, ninguno de
los estudiantes se sentía demasiado libre para opinar. Sólo el murmullo del
viejo Blotnik respondió a la invitación del rabino.
—¿Hay algo que os gustaría debatir? –volvió a preguntar el
rabino Binder mirándose el reloj— ¿Alguna pregunta? ¿Algún comentario?
Se oyó una tímida queja en la tercera fila. El rabino pidió
a Ozzie que se levantara y compartiera sus pensamientos con el resto de la
clase.
Ozzie se levantó.
—Se me ha olvidado –dijo—, y se sentó en su sitio.
El rabino Binder se aproximó un asiento más a Ozzie y se
apoyó en el borde del pupitre. Era la mesa de Itzie y la figura del rabino a un
palmo de su cara le obligó de golpe a prestar atención.
—Vuelve a levantarte, Oscar –dijo el rabino Binder con
calma—, y trata de ordenar tus ideas.
Ozzie se levantó. Todos los compañeros de clase se volvieron
y le observaron rascarse la frente sin convencimiento.
—No se me ocurre nada –anunció, y se dejó caer en el asiento.
—¡Levántate! –el rabino Binder se adelantó desde el pupitre
de Itzie al que quedaba justo enfrente de Ozzie; cuando la espalda rabínica lo
dejó atrás, Itzie se llevó la mano a la nariz para burlarse de él, provocando
las risitas ahogadas de la sala. El rabino Binder estaba demasiado ocupado en
sofocar las tonterías de Ozzie de una vez por todas para preocuparse de las
risitas—. Levántate, Oscar. ¿Sobre qué querías preguntarme?
Ozzie eligió una palabra al azar. La que le quedaba más
cerca.
—Religión.
—Vaya, ¿ahora sí te acuerdas?
—Sí.
—¿Cuál es la pregunta?
Atrapado, Ozzie escupió lo primero que se lo ocurrió.
—¿Por qué Dios no puede hacer lo que se le antoja?
Mientras el rabino Binder se preparaba una respuesta, una
respuesta definitiva, Itzie, tres metros por detrás de él, levantó un dedo de
la mano izquierda, lo movió con gesto harto significativo hacia la espalda del
rabino y casi consiguió que la clase entera se viniera abajo.
El rabino se volvió rápidamente para ver qué había ocurrido
y en mitad de la conmoción Ozzie le gritó a la espalda lo que no le habría
dicho a la cara. Fue un sonido monótono y fuerte con el timbre de algo que
llevaba guardado desde hacía unos seis días.
—¡No lo sabe! ¡No sabe nada sobre Dios!
El rabino se volvió de nuevo hacia Ozzie.
—¿Qué?
—No lo sabe…, no sabe…
—Discúlpate, Oscar, ¡discúlpate! –Era una amenaza.
—No sabe…
La mano del rabino golpeó la mejilla de Ozzie. Quizá sólo
pretendiera cerrarle la boca al chico, pero Ozzie se agachó y la palma le dio
de lleno en la nariz.
Un chorro de sangre rojo y breve cayó en la pechera de
Ozzie.
Siguió un momento de confusión generalizada. Ozzi gritó
“¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!” y salió corriendo de la clase. El rabino Binder
se tambaleó hacia atrás, como si la sangre hubiera empezado a circularle con
fuerza en sentido contrario, luego dio un paso torpe hacia delante, y salió en
pos de Ozzie. La clase siguió la enorme espalda con traje azul del rabino y
antes de que el viejo Blotnik tuviera tiempo de darse la vuelta, la sala estaba
vacía y todo el mundo subía a toda velocidad los tres pisos que conducían al
tejado.
Si comparásemos la luz del día con la vida del hombre: el
amanecer con el nacimiento y el crepúsculo –la desaparición por el horizonte—
con la muerte, entonces, cuando Ozzie Freedman se coló por la trampilla del
tejado de la sinagoga, coceando como un potro los brazos extendidos del rabino
Binder, en ese momento el día tenía cincuenta años de edad. Como regla general,
cincuenta o cincuenta y cinco refleja fielmente la edad de las tardes de
noviembre puesto que es en ese mes, en esas horas, cuando la percepción de la
luz no parece ya una cuestión de visión sino de oído: la luz se aleja
chasqueando. De hecho, cuando Ozzie cerró la trampilla en las narices del
rabino, el agudo chasquido del cerrojo se podría haber confundido por un
momento con el sonido de un gris más denso que acababa de cruzar zumbando el
cielo.
Ozzie se arrodilló cargando todo su peso sobre la puerta
cerrada; estaba convencido de que en cualquier momento el rabino la abriría con
el hombro, convertiría la madera en astilla y la catapultaría hacia el cielo.
Pero la puerta no se movió y lo único que oyó por debajo de él fueron pies que
se arrastraban, primero pasos fuertes y luego débiles, como un trueno al alejarse.
Una pregunta le vino repentinamente a la cabeza. ¿Es posible
que éste sea yo? No era una pregunta fuera de lugar para un niño de trece años
que acaba de calificar a su líder religioso de hijo de puta, dos veces. La
pregunta se la repetía cada vez más fuerte —¿Soy yo? ¿Soy yo?— hasta que
descubrió que ya no estaba arrodillado, sino que corría como un loco hacia el
borde del tejado; le lloraban los ojos, su garganta chillaba y los brazos se le
agitaban en todas direcciones como si no le pertenecieran.
¿Soy yo? ¡Soy yo YO YO YO YO! Tengo que serlo… pero ¿lo soy?
Es la pregunta que un ladrón debe plantearse la noche que
fuerza su primera ventana, y se dice que es la pregunta con que los novios se
interrogan ante el altar.
En los pocos segundos de locura que le llevó al cuerpo de
Ozzie propulsarlo hasta el borde del tejado, su autoexamen empezó a volverse
confuso. Al bajar la vista hacia la calle comenzó a hacerse un lío con el
problema que subyacía a la pregunta:
¿era-soy-yo-el-que-llamó-hijo-de-puta-a-Binder o
soy-yo-el-que-brinca-por-el-tejado? Sin embargo, la escena de abajo lo aclaró
todo, porque hay un instante en toda acción en que si eres tú o algún otro es
una cuestión meramente teórica. El ladrón se embute el dinero en los bolsillos
y sale pitando por la ventana. El novio firma por dos en el registro del hotel.
Y el chico del tejado se encuentra una calle llena de gente que lo mira, con
los cuellos estirados hacia atrás, los rostros levantados, como si él fuera el
techo del planetario Hayden. De repente sabes que eres tú.
—¡Oscar! ¡Oscar Freedman! —Una voz se elevó desde el centro
del gentío, una voz que, de haberse visto, se habría parecido a la escritura de
los pergaminos—. ¡Oscar Freedman, baja de ahí! ¡Inmediatamente! –El rabino
Binder le señalaba con un brazo rígido y al final de dicho brazo, un dedo le
apuntaba amenazador. Era la actitud de un dictador, pero uno (los ojos lo
confesaban todo) a quien el ayuda de cámara le había escupido en la cara.
Ozzie no contestó. Sólo miró al rabino Binder lo que dura un
parpadeo. En cambio sus ojos comenzaron a encajar las piezas del mundo de
abajo, a separar personas de lugares, amigos de enemigos, participantes de
espectadores. Sus amigos rodeaban al rabino Binder, que seguía señalando, en
grupitos irregulares parecidos a estrellas. El punto más alto de una de
aquellas estrellas compuestas por niños en vez de ángeles era Itzie. Menudo
mundo, con todas aquellas estrellas allá abajo y el rabino Binder… Ozzie, que
un momento antes no había sido capaz de controlar su propio cuerpo, empezó a
intuir el significado del control mundial: sintió paz y sintió poder.
—Oscar Freedman, cuento hasta tres y te quiero abajo.
Pocos dictadores cuentan hasta tres para que sus sometidos
hagan algo; pero, como siempre, el rabino Binder sólo parecía dictatorial.
—¿Listo, Oscar?
Ozzie dijo que sí con la cabeza, aunque no tenía la menor
intención en este mundo – ni en el de abajo, ni en el celestial al que acababa
de acceder—de bajar, ni siquiera si el rabino Binder contaba hasta un millón.
—Muy bien —dijo el rabino Binder. Se pasó una mano por su
pelo negro de Sansón como si tal fuera el gesto prescrito para pronunciar el
primer dígito. Luego, cortando un círculo en el cielo con la otra mano, habló.
—¡Uno!
No se oyó ningún trueno. Al contrario, en ese momento, como
si “uno” fuera la entrada que había estado esperando, la persona menos
atronadora del mundo apareció en la escalinata de la sinagoga. Más que salir
por la puerta de la sinagoga, se asomó a la oscuridad exterior. Agarró el pomo de
la puerta con una mano y levantó la vista hacia el tejado.
—¡Oy!
La vieja mente de Yakov Blotnik se movía con lentitud, como
si llevara muletas, y aunque no lograba precisar qué hacía el chico en el
tejado, sabía que no era nada bueno, es decir, no-era-bueno-para-los-judíos.
Para Yakov Blotnik la vida se dividía de forma simple: las cosas eran
buenas-para-los-judíos o no-buenas-para-los-judíos.
El viejo se palmeó la mejilla chupada con la mano libre, con
suavidad. “¡Oy, Gut!” Y luego, tan rápido como pudo, bajó la cabeza y escudriñó
la calle. Estaba el rabino Binder (como un hombre en una subasta con sólo tres
mil dólares en el bolsillo, acababa de pronunciar un tembloroso “¡Dos!”),
estaban los estudiantes y poco más. De momento no-era-demasiado-malo-para-los-judíos.
Pero el chico tenía que bajar inmediatamente, antes de que alguien lo viera. El
problema: ¿cómo bajar al chico del tejado?
Cualquiera que haya tenido alguna vez un gato en el tejado
sabe cómo bajarlo. Llamas a los bomberos. O primero llamas a la operadora y le
preguntas por el número de los bomberos. Y después sigue un gran lío de
frenazos y campanas y gritos de instrucciones. Y luego el gato está fuera del
tejado. Para sacar a un chico del tejado haces lo mismo.
Es decir, haces lo mismo si eres Yakov Blotnik y una vez
tuviste un gato en el tejado.
Cuando llegaron los coches de bomberos, cuatro en total, el
rabino Binder había contado cuatro veces hasta tres para Ozzie. Mientras el
camión grúa daba la vuelta a la esquina, uno de los bomberos saltó en marcha y
se lanzó de cabeza hacia la boca de incendios amarilla de delante de la
sinagoga. Empezó a desenroscar la tobera superior con una llave inglesa enorme.
El rabino Binder se le acercó corriendo y le tiró del hombro.
—No hay ningún fuego…
El bombero farfulló algo por encima del hombro y siguió
manipulando la tobera acaloradamente.
—Pero si no hay fuego, no hay ningún fuego… —gritó Binder.
Cuando el bombero farfulló otra vez el rabino le asió la
cabeza con ambas manos y la apuntó hacia el tejado.
A Ozzie le pareció que el rabino Binder intentaba arrancarle
la cabeza al bombero, como si descorchara una botella. No pudo evitar reírse
ante la estampa que formaban: era un retrato de familia, rabino con solideo
negro, bombero con casco rojo y la pequeña boca de agua agachada a un lado como
un hermano menor, con la cabeza descubierta. Desde el borde del tejado Ozzie
saludó al retrato, agitando una mano con sorna; al hacerlo se le resbaló el pie
derecho. El rabino Binder se cubrió los ojos con las manos.
Los bomberos trabajaban rápido. Antes de que Ozzie hubiera
recuperado el equilibrio ya sostenían una gran red amarillenta y redonda sobre
el césped de la sinagoga. Los bomberos que la aguantaban miraron a Ozzie con
expresión severa, insensible.
Uno de los bomberos volvió la cabeza hacia el rabino BInder.
—¿Qué le pasa al chico? ¿Está loco o algo así?
El rabino Binder se retiró las manos de los ojos, despacio,
dolorido, como si fueran esparadrapo. Luego comprobó: nada en la acera, ningún
bulto en la red.
—¿Va a saltar o qué? –gritó el bombero.
Con una voz que en nada recordaba a una estatua, el rabino
Binder contestó por fin.
—Sí, sí, creo que sí… Ha amenazado con saltar…
¿Amenazar con saltar? Bueno, la razón por la que estaba en
el tejado, recordaba Ozzie, era escapar; ni siquiera se le había ocurrido lo de
saltar. Solamente había escapado corriendo y la verdad era que en realidad no
se había dirigido hacia el tejado, más bien lo habían empujado hasta allí sus
perseguidores.
—¿Cómo se llama el chico?
—Freedman –contestó el rabino Binder—. Oscar Freedman.
El bombero miró a Ozzie.
—¿Qué te ocurre, Oscar? ¿Es que quieres saltar?
Ozzie no contestó. Francamente, antes ni lo había pensado.
—Mira, Oscar, si vas a saltar, salta… y si no vas a saltar,
no saltes. Pero no nos hagas perder el tiempo, ¿quieres?
Ozzie miró al bombero y luego al rabino Binder. Quería ver
al rabino Binder cubriéndose los ojos otra vez.
—Voy a saltar.
Y correteó por el borde del tejado hasta la punta, donde no
le esperaba ninguna red más abajo, y batió los brazos a los lados, haciéndolos
silbar en el aire y palmeándose los pantalones para acentuar el compás. Empezó
a gritar como un motor, “Uiii… uiiii…” y a asomar la mitad superior del cuerpo
por el borde del tejado. Los bomberos iban de un lado para otro intentando
cubrir el suelo con la red. El rabino Binder le murmuró unas palabras a alguien
y se cubrió los ojos. Todo ocurrió muy rápido, entrecortadamente, como en una
película muda. La muchedumbre, que había llegado con los coches de los bomberos,
emitiò un largo oooh-aaah de fuegos artificiales del Cuatro de julio. Con los
nervios nadie le había prestado demasiada atención al gentío salvo, por
supuesto, Yakov Blotnik, que contaba cabezas colgando del pomo. “Fier und
tsvansik… finf und tsvantsik… Oy, Gut!” No era como con el gato.
El rabino Binder oteó entre los dedos, comprobó la acera y
la red. Vacías.Pero allí estaba Ozzie corriendo hasta la otra punta. Los
bomberos corrían con él pero no lograban igualarlo. Ozzie podía saltar y
aplastarse contra el suelo cuando quisiera y para cuando los bomberos salieran
pitando hacia allá, lo único que podrían hacer con la red sería cubrir el
revoltijo.
—Uiii… uiiii…
—Eh, Oscar…
Pero Oscar ya había salido hacia la otra punta, blandiendo
sus alas con fuerza. El rabino Binder no podía soportarlo más: los bomberos
salidos de ninguna parte, el niño suicida gritón, la red. Cayó de rodillas,
exhausto, y con las manos recogidas delante del pecho como una pequeña cúpula,
rogó:
—Oscar, detente, Oscar. No saltes, Oscar. Baja, por favor…
Por favor, no saltes.
Y desde el fondo de la muchedumbre una voz, una voz joven,
gritó una única palabra al chico del tejado.
—¡Salta!
Era Itzie. Ozzie dejó de aletear un momento.
—Adelante, Ozz: ¡salta! –Itzie rompió la punta de la
estrella y valerosamente, con la inspiración no de un listillo sino de un
discípulo, se desmarcó—. ¡Salta, Ozz, salta!
Todavía de rodillas, con las manos aún recogidas, el rabino
Binder se retorció hacia atrás. Miró a Itzie y luego, agonizante, otra vez a
Ozzie.
—¡Oscar, no saltes! Por favor, no saltes… por favor, por
favor…
—¡Salta! –Esta vez no fue Itzie, sino otra punta de la
estrella. Para cuando la señora Freedman llegó a su cita de las cuatro y media
con el rabino Binder, todo el pequeño cielo patas arriba le gritaba y le rogaba
a Oscar que saltara y el rabino Binder ya no le suplicaba que no saltara, sino
que lloraba en la cúpula de sus manos.
Como es comprensible, la señora Freedman no lograba imaginar
qué hacía su hijo en el tejado. Así que lo preguntó.
—Ozzie, Ozzie mío, ¿qué haces? Ozzie mío, ¿qué ocurre?
Ozzie dejó de gritar y aminoró el aleteo de los brazos hasta
una velocidad de crucero, del tipo que los pájaros adoptan con los vientos
suaves, pero no contestó. Se quedó de pie contra el cielo bajo, nublado y cada
vez más oscuro –ahora la luz chasqueaba rápidamente, como un motor pequeño—,
aleteando suavemente y contemplando a aquel pequeño fardo que era su madre.
—¿Qué estás haciendo, Ozzie? –La señora Freedman se volvió
hacia el rabino arrodillado y se acercó tanto que entre su estómago y los
hombros de BInder sólo quedó una tira de anochecer del grosor de una hoja de
papel—. ¿Qué está haciendo mi niño?
El rabino Binder la miró pero también él enmudeció. Lo único
que movía era la cúpula de sus manos; la sacudía adelante y atrás como un pulso
débil.
—Rabino, ¡bájelo de ahí! Se matará. Bájelo, mi único niño…
—No puedo –dijo el rabino Binder—, no puedo… —Y volvió su
hermosa cabeza hacia la muchedumbre de niños detrás de él—. Son ellos.
Escúchelos.
Y por primera vez la señora Freedman vio a la muchedumbre de
niños y oyó lo que bramaban.
—Lo hace por ellos. A mí no me escuchará. Son ellos. —El
rabino Binder hablaba como si estuviera en trance.
—¿Por ellos?
—Sí.
—¿Por qué por ellos?
—Ellos quieren que él…
La señora Freedman alzó ambos brazos como si dirigiera el
cielo.
—¡Lo hace por ellos! –Y luego, en un gesto más viejo que las
pirámides, más viejo que los profetas y los diluvios, dejó caer los brazos a
los lados—. Tengo un mártir. ¡Mire! –Ladeó la cabeza hacia el tejado. Ozzie
seguía aleteando suavemente—. Mi mártir.
—Oscar, baja, por favor. –gimió el rabino Binder.
Con una voz sorprendentemente inalterada, la señora Freedman
llamó al chico del tejado.
—Ozzie, baja, Ozzie. No seas un mártir, mi niño.
Como si de una letanía se tratara, el rabino Binder repitió
sus palabras:
—No seas un mártir, mi niño. No seas un mártir.
—Adelante, Ozz: ¡sé un Martin! –Era Itzie—. Sé un Martin, sé
un Martin. Y todas las voces se unieron en el canto por el martinio, fuera lo
que fuera—. Sé un Martin, sé un Martin…
Por alguna razón cuando estás en un tejado cuanto más
oscurece menos oyes. Ozzie solamente sabía que dos grupos querían dos cosas
nuevas: sus amigos se mostraban musicales y enérgicos en su petición; su madre
y el rabino salmodiaban monótonamente lo que no querían. La voz del rabino ya
no iba acompañada de lágrimas, como la de su madre.
La gran red miraba a Ozzie fijamente como un ojo ciego. El
gran cielo encapotado empujaba hacia abajo. Desde abajo parecía una chapa
ondulada gris. De repente, al mirar ese cielo indiferente, Ozzie comprendió
extrañado lo que esa gente, sus amigos, pedía: querían que saltara, que se
matara; lo cantaban: tan felices los hacía. Y había otra cosa más extraña: el
rabino Binder estaba de rodillas, temblando. Si había algo que preguntarse
ahora no era “¿soy yo?”, sino “¿somos nosotros?... ¿somos nosotros?”
Resultó que estar en el tejado era cosa seria. Si saltaba,
¿se convertirían los cantos en baile? ¿Lo harían? ¿Con qué acabaría el salto?
Ansiosamente Ozzie deseó poder rajar el cielo, hundir en él las manos y sacar
al sol; y el sol, como una moneda, llevaría impreso saltar o no saltar.
Las rodillas de Ozzie se balanceaban y doblaban como si le
estuvieran preparando para zambullirse. Se le tensaron los brazos, rígidos,
congelados, desde los hombros hasta la punta de los dedos. Sintió como si cada
parte de su cuerpo fuera a votar si debía matarse o no… como si cada parte
fuera independiente de él.
La luz dio un chasquido inesperado y la nueva oscuridad,
como una mordaza, acalló el canto de los amigos por un lado y la letanía de la
madre y el rabino por el otro.
Ozzie paró de contar votos, y con una voz curiosamente
aguda, como la de alguien que no estuviera listo para pronunciar un discurso,
habló.
—¿Mamá?
—Sí, Oscar.
—Mamá, arrodíllate, como el rabino Binder.
—Oscar…
—Arrodíllate —le dijo— o salto.
Ozzie oyó un quejido, luego un ruido rápido de ropas, y
cuando miró abajo hacia donde estaba su madre vio la coronilla de una cabeza y
un círculo de vestido por debajo. Estaba arrodillada junto al rabino Binder.
Ozzie habló de nuevo.
—¡Todo el mundo de rodillas!
Se oyó a todo el mundo arrodillarse.
Ozzie miró alrededor. Con una mano señaló hacia la entrada
de la sinagoga.
—¡Haced que se arrodille!
Siguió un ruido, no de gente arrodillándose, sino de
miembros y ropa estirándose. Ozzie oyó al rabino Binder susurrar con brusquedad
“…o se matará” y cuando volvió a mirar, Yakov Blotnik había soltado el pomo de
la puerta y por primera vez en su vida estaba de rodillas en la postura gentil
para orar.
En cuanto a los bomberos… no es tan difícil como cabría
imaginar sostener una red de rodillas.
Ozzie volvió a mirar alrededor; y luego llamó al rabino
Binder.
—¿Rabino?
—Sí, Oscar.
—¿Cree en Dios, rabino Binder?
—Sí.
—¿Cree que Dios puede hacer cualquier cosa? –Ozzie asomó la
cabeza en la oscuridad—. ¿Cualquier cosa?
—Oscar, yo creo que…
—Dígame que cree que Dios puede hacer cualquier cosa.
Siguió un segundo de duda. Luego:
—Dios puede hacer cualquier cosa.
—Dígame que Dios puede hacer un niño sin que haya relaciones
sexuales.
—Puede.
—¡Que me lo diga!
—Dios —admitió el rabino Binder— puede hacer un niño sin que
haya relaciones sexuales.
—Haga que lo diga él. —No cabía duda sobre quién era él.
Pasado un momento, Ozzie oyó una cómica voz de viejo decirle
algo a la oscuridad creciente acerca de Dios.
A continuación Ozzie hizo que todos lo dijeran. Y luego les
hizo decir que creían en Jesucristo: primero uno por uno y luego todos juntos.
Cuando acabó la catequesis caía la noche. Desde la calle
pareció que el chico del tejado suspiraba.
—¿Ozzie? —se atrevió a decir una voz femenina—. ¿Ahora
bajarás?
No hubo respuesta, pero la mujer esperó, y cuando por fin
una voz contestó se oyó débil y llorosa, cansada como la de un viejo que
acabara de tañer las campanas.
—Mamá, ¿no lo comprendes? No deberías pegarme. Él tampoco
debería pegarme. No deberías pegarme por Dios, mamá. No deberías pegarle a
nadie por Dios…
—Ozzie, por favor, baja.
—Prométemelo, prométeme que no le pegarás nunca a nadie por
Dios.
Sólo se lo había pedido a su madre pero, por alguna razón,
todos los que estaban arrodillados en la calle prometieron que nunca le
pegarían a nadie por Dios.
Una vez más, se hizo el silencio.
—Ahora puedo bajar, mamá —dijo por fin el chico del tejado.
Miró a ambos lados como si comprobara los semáforos de la calle—. Ahora puedo
bajar…
Y lo hizo, justo en el centro de la red amarilla que
brillaba en el filo de la noche como una aureola demasiado grande.
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