Obra serena, a pesar de retratar la muerte de dos niños, completa, hermosamente identificable con el ser de uno, aunque se trate de una concepción japonesa, y maravillosamente escrita. Cuento largo o novela corta os dejo para que la disfrutéis. No os perdáis el sutil final cargado de belleza y tristeza.
MUERTE EN EL ESTÍO
La mort... nous affecte plus profondément sous
le règne pompeux de l’été.
Baudelaire: Les Paradis Artificiéls
Una playa, cercana al extremo sur de la península de Izu,
aún permanece inviolada para los
bañistas. El fondo del mar es allí pedregoso y accidentado,
el oleaje un poco fuerte, pero el
agua es límpida y el declive suave. Reúne condiciones
excelentes para los nadadores.
Por estar completamente fuera de camino, A. Beach no tiene
las estridencias ni la suciedad de
los lugares frecuentados en las cercanías de Tokio. Está
situada a dos horas de ómnibus de Itó.
La única hostería es, prácticamente, la de Eirakusö, que
también ofrece casitas en alquiler. Sólo
cuenta con uno o dos quioscos de refrescos de los que,
generalmente, afean las playas en
verano. La arena es blanca y abundante y a medio camino
hacia la playa, una roca, coronada de
pinos, se inclina sobre el mar como si resultara de la obra
de un paisajista. Al subir la marea
queda semi-sumergida por las aguas.
La vista es hermosísima. Cuando el viento del oeste trae la
niebla del mar, las islas lejanas se
vuelven visibles. Oshima al alcance de la mano y Toshima más
alejada y, entre ellas, una
pequeña isla triangular llamada Utoneshima. Detrás del
promontorio de Nanago yace Cabo Sakai, parte de la misma masa montañosa, que
echa profundamente sus raíces en el mar. Más allá se
divisan el cabo conocido como el Palacio del Dragón de Yatsu
y el cabo Tsumeki, en cuyo
extremo sur se enciende un faro por las noches.
Tomoko Ikuta dormía la siesta en su habitación del Eirakusö.
Era madre de tres hijos aun cuando
resultaba imposible imaginarlo al contemplar su cuerpo
sumido en el sueño. Las rodillas
asomaban bajo el corto vestido de lino rosa salmón. Los
brazos llenos, la expresión confiada y los
labios ligeramente curvados transmitían una frescura de
niña. La transpiración mojaba su frente
y los costados de su nariz. Las moscas zumbaban pesadamente
y la atmósfera era semejante a la
que reina bajo un techo de metal caldeado. El lino rosa
salmón se agitaba apenas como si fuera
parte de aquella tarde pesada y sin viento.
La mayoría de los huéspedes habían bajado a la playa. La
habitación de Tomoko estaba situada
en el segundo piso. Debajo de su ventana se balanceaba una
blanca hamaca para niños. Se
habían distribuido mesas y sillas sobre el césped y no
faltaba tampoco una estaca para jugar al
tejo. Parte del juego yacía en desorden. No había nadie a la
vista y el zumbido ocasional de una
abeja era ahogado por las olas que rompían más allá del
cerco donde los pinos se erguían para
perderse, luego, en la arena. Un curso de agua pasaba debajo
de la hostería, y formaba un
estanque antes de hundirse en el océano.
Todas las tardes, catorce o quince patos nadaban y eran
alimentados allí, mostrando bien a las
claras que eran parte integrante del lugar.
Tomoko tenía dos hijos, Kiyoo y Katsuo, de seis y tres años
de edad, y una hija, Keiko, de cinco.
Los tres estaban en la playa con Yasue, la cuñada de Tomoko.
Tomoko no sintió escrúpulos en pedir a Yasue que se ocupara
de los niños mientras ella se
otorgaba un corto descanso.
Yasue era solterona. Necesitaba de ayuda después del
nacimiento de Kiyoo. Tomoko lo había
consultado con su marido y había invitado a Yasue, que vivía
en la provincia. No había ninguna
razón en particular para que Yasue no se hubiera casado. No
era particularmente atractiva, pero
tampoco fea. Había rehusado partido tras partido hasta pasar
la edad del matrimonio. Atraída
por la idea de convivir con su hermano en Tokio había
aceptado la invitación de Tomoko. Su
familia abrigaba el plan de casarla con una celebridad
provinciana.
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Yasue estaba lejos de poseer una mente brillante, pero era
bondadosa y se dirigía a Tomoko,
más joven que ella, como a una hermana menor hacia la cual
sentía la mayor deferencia. El
acento de Kanazawa había casi desaparecido. Además de ayudar
con los niños y en las labores de
la casa, Yasue asistía a una escuela de corte y confección
en la que cosía vestidos para ella,
Tomoko y los chicos. Sacaba su cuaderno de apuntes frente a
los escaparates y copiaba los
modelos exhibidos en ellos bajo la mirada reprobadora y
también las reprimendas de alguna
vendedora.
En aquel momento llevaba una elegante malla verde que no era
obra suya, sino una compra
efectuada en las grandes tiendas de la ciudad. Estaba
orgullosa de su tez pálida, típica de las
comarcas del norte, y apenas mostraba las huellas del sol.
Los niños habían construido un castillo
de arena a orillas del mar y Yasue se divertía haciendo caer
la arena húmeda sobre su pierna
blanquísima. La arena se secaba de inmediato y brillaba
entremezclada con pequeños
fragmentos de caracoles. Yasue se limpió bruscamente,
atemorizada ante la idea de mancharse.
Un insecto semitransparente saltó de la arena y se alejó
rápidamente!
Yasue estiró las piernas y se apoyó en sus manos. Observó el
mar. Grandes masas de nubes se
elevaban inmensas en su tranquila majestad. Parecían
absorber todo sonido, incluso el clamor
del mar.
Era el apogeo del verano y los rayos del sol se habían
vuelto agresivos.
Los chicos se cansaron del castillo de arena y se alejaron
corriendo y salpicando. Arrancada
abruptamente al pequeño mundo privado y confortable en el
que se había refugiado, Yasue
corrió tras ellos.
Pero no cometieron ninguna imprudencia. El fragor de las
olas les infundía temor. Había un
suave declive más allá de la rompiente. Kiyoo y Keiko,
tomados da la mano, permanecieron
sumergidos en el agua hasta la cintura con los ojos
brillantes de alegría. Nadaror, contra la
corriente, sintiendo la arena suave en la planta de los
pies.
—Es como si alguien empujara —dijo Kiyoo a su hermana.
Yasue se aproximó y los instó a no internarse más en el
agua. Señaló a Katsuo. No debían dejarlo solo, debían volver y jugar con él.
Pero los niños no prestaron atención. Se miraban y
sonreían alegremente, tomados de la mano. Tenían un secreto
compartido: la sensación de la
arena escurriéndose bajo sus pies.
Yasue temía el sol. Miró sus hombros y sus pechos y pensó en
la nieve de Kanazawa. Se pellizcó
un pecho y sonrió al sentir el calor. Sus uñas estaban un
poco demasiado largas y había arena
oscura debajo de ellas. Se las cortaría al regresar a su
habitación.
No divisó a Kiyoo y Keiko. Debían haber regresado a la
playa. Pero Katsuo estaba solo y su rostro
estaba curiosamente tenso. Señalaba algo frente a ella.
El corazón de Yasue latió violentamente. Miró el agua que se
retiraba nuevamente bajo sus pies
y la espuma en la que, algo más lejos, un cuerpo pequeño y
tostado rodaba una y otra vez.
Abarcó con una ojeada el pantalón de baño azul oscuro de
Kiyoo.
Su corazón latió aún más violentamente. Intentó acercarse a
aquel cuerpo como si luchara por
desasirse de algo. Llegó una ola más rápida que las
anteriores, relumbró ante sus ojos con un
sordo fragor. Yasue cayó en el agua. Acababa de sufrir un
ataque cardíaco.
Katsuo comenzó a llorar y un joven corrió hacia él. Pronto
se le incorporaron otros jóvenes. El
agua lamía sus cuerpos desnudos y oscuros.
Dos o tres personas habían presenciado la caída sin darle
demasiada importancia. La mujer se
levantaría por sus propios medios. Pero en esas
circunstancias existe siempre una premonición
que, mientras se acercaban corriendo, parecía indicarles que
había algo malo en aquella caída.
Yasue fue llevada hasta la arena ardiente. Sus ojos estaban
abiertos y parecían contemplar
alguna horrenda visión que hacía castañetear sus dientes.
Uno de los hombres le tomó el pulso.
Era casi inexistente.
52
—Se aloja en el Eirakusö —alguien la había reconocido.
Era necesario avisar al gerente de la hostería. Un muchacho
del pueblo, decidido a no dejarse
arrebatar tan digna tarea, se lanzó a la carrera hacia la
casa.
Llegó el gerente. Era un hombre de cuarenta años. Llevaba
pantalones cortos y una camiseta
gastada. Una faja de lana cubría su estómago. Discutió
acerca de la conveniencia de dispensar
los primeros auxilios a Yasue en la hostería. Alguien se
opuso. Sin esperar ulteriores decisiones,
dos muchachos cargaron a Yasue. Una forma humana se dibujaba
en la arena húmeda sobre la
que había descansado su cuerpo.
Katsuo los siguió llorando. Alguien lo advirtió y lo tomó en
brazos.
Tomoko fue despertada por el gerente que, bien entrenado
para su trabajo, lo hizo con toda
deferencia. Tomoko alzó la cabeza y preguntó si había
sucedido algo malo.
—La señora llamada Yasue...
—¿Qué le ha sucedido?
—Le hemos impartido los primeros auxilios. El médico no ha
de tardar.
Tomoko saltó de la cama y siguió al gerente. Habían acostado
a Yasue sobre el césped cerca de
la hamaca y un hombre semidesnudo se arrodillaba, indeciso,
a su lado. Le estaba practicando la
respiración artificial. Habían dispuesto a su lado un atajo
de paja y ramas de naranjo y dos
hombres trataban por todos los medios de encender el fuego.
Las llamas producían humo, pues
la noche anterior una tormenta había humedecido la madera.
Un tercer hombre abanicaba el
humo para alejarlo del rostro de Yasue.
Su cabeza cayó exánime y Tomoko trató de distinguir, con
toda la ansiedad del mundo, si aún
respiraba. Los rayos de sol que se filtraban a través de los
árboles relucieron en el sudor que
cubría la espalda del hombre que estaba a horcajadas sobre
ella. Las piernas blancas estaban
extendidas sobre el césped y parecían apáticas,
completamente alejadas de la lucha que se
libraba allí.
Tomoko se dejó caer de rodillas.
—¡Yasue! ¡Yasue!
¿Salvarían a su cuñada? ¿Por qué había sucedido aquello?
¿Qué le diría a su esposo? Sollozante y
confusa, saltaba de una pregunta a otra. De pronto se volvió
bruscamente hacia los hombres que
la rodeaban. ¿Dónde estaban los niños?
—Mira, aquí está tu madre —un pescador de mediana edad
llevaba al asustado Katsuo en sus
brazos. Tomoko echó una mirada al niño y agradeció al
hombre.
Llegó el médico y continuó la respiración artificial. Con
las mejillas ardiendo en la despiadada
luz, Tomoko apenas sabía lo que estaba pensando. Una hormiga
cruzó el rostro de Yasue. Tomoko la espantó con un gesto. Otra hormiga comenzó
a moverse desde el pelo hacia la oreja.
Tomoko la espantó también y, desde aquel momento, se dedicó
a esa tarea.
Prosiguieron con la respiración artificial por espacio de
cuatro horas. Por fin aparecieron señales
de que el rigor mortis había comenzado a manifestarse y el
médico abandonó la tarea.
Cubrieron el cuerpo con una manta y lo transportaron hasta
el segundo piso. La habitación
estaba a oscuras. Un hombre dejó el cuerpo y corrió a
encender la luz.
Exhausta, Tomoko se sintió invadida por una especie de dulce
vacío. No estaba triste. Pensó en
sus hijos.
—¿Y los chicos?
—Están abajo en el cuarto de juego con Gengo.
—¿Los tres?
Los hombres se miraron entre sí.
Tomoko los apartó y corrió escaleras abajo. El pescador
Gengo, envuelto en un kimono de
algodón, estaba sentado en el sofá y enseñaba un libro de
figuras a Katsuo, que llevaba una
camisa de adulto sobre sus pantalones de baño. Katsuo
parecía ausente y no miraba el libro.
53
Cuando Tomoko penetró en la habitación, los huéspedes, ya
enterados de la tragedia, dejaron
de abanicarse y la miraron.
Prácticamente se abalanzó sobre Katsuo.
—¿Kiyoo y Keiko?—preguntó ansiosamente.
Katsuo la miró con timidez: —Kiyoo... Keiko... todas
burbujas...— y comenzó a llorar.
Tomoko corrió descalza hacia la playa. Las agujas de pino la
lastimaban mientras cruzaba la
arboleda. La marea había subido y tuvo que trepar por la
roca para llegar a la playa. La arena se
extendió muy blanca frente a ella. Miró a lo lejos y vio una
sombrilla amarilla y blanca
abandonada. Era la suya.
Los otros la alcanzaron en la playa. Tomoko se internaba
temerariamente en el oleaje. Cuando
intentaron detenerla, los apartó violentamente:
—¿No se dan cuenta ustedes? Hay dos chicos allí.
Muchos ignoraban las palabras de Gengo y pensaron que Tomoko
se había vuelto loca.
Era difícil concebir que nadie hubiera pensado en los otros
dos niños durante las cuatro horas en
las que habían tratado de reanimar a Yasue. La gente de la
hostería estaba acostumbrada a ver a
los tres hermanos juntos y, por más trastornada que pudiera
sentirse su madre, resultaba
extraño que no la hubiera asaltado ningún presentimiento
acerca de la muerte de sus dos hijos.
A veces, sin embargo, un incidente de este tipo pone en
movimiento una especie de psicología
de grupo que permite la transmisión de los más elementales
pensamientos. No es fácil
permanecer fuera. No es fácil registrar una desavenencia. Al
interrumpir el sueño, Tomoko había
asumido sencillamente cuanto le transmitían los demás sin
preocuparse por preguntar nada.
Durante toda la noche se encendieron fogatas a lo largo de
la playa. Cada treinta minutos los
muchachos se zambullían en busca de los cuerpos. Tomoko
permanecía en la playa, junto a
ellos. No podía dormir en parte, sin duda, porque lo había
hecho durante la tarde.
Siguiendo la opinión del comisario, a la mañana siguiente no
se echaron las redes.
El sol amaneció hacia la izquierda de la playa y la brisa
del alba vino a golpear el rostro de
Tomoko. Había temido aquel momento. Le parecía que con la
luz del día la verdad se mostraría
en su desnuda crudeza, y que, por primera vez, la tragedia
se volvería real.
—¿No cree usted que debería descansar? —dijo uno de los
hombres—. La llamaremos si
encontramos algo. Confíe en nosotros.
—Por favor, hágalo —insistió el gerente de la hostería con
los ojos enrojecidos por la falta de
sueño—. Ya hemos tenido bastante mala suerte. ¿Qué diría su
esposo si usted enfermara?
Tomoko temía enfrentarse con su marido. Era como comparecer
ante un tribunal. Pero tenía
que hacerlo. Se acercaba el momento... y le pareció
experimentar presagios de nuevos
desastres.
Acumuló coraje para enviarle un telegrama. Ello le brindó
una excusa para abandonar la playa.
Al alejarse miró hacia atrás. El mar estaba tranquilo. Un
destello plateado resplandeció cerca
de la costa. Los peces saltaban y parecían ebrios de placer.
No era justo que Tomoko se sintiera
tan desgraciada.
Su esposo, Masaru Ikuta, tenía treinta y cinco años. Se
había graduado en la Universidad de
Estudios Extranjeros de Tokio y había comenzado a trabajar
antes de la guerra en una compañía americana. Hablaba un buen inglés y conocía
su trabajo. Era más capaz de lo que indicaban sus
silenciosos modales. Ahora desempeñaba el cargo de jefe de
la sucursal japonesa de una
compañía automotriz norteamericana, tenía un coche de la
compañía asignado a su uso personal
como una forma de propaganda y ganaba 150.000 yens por mes.
Tenía algunos ahorros y Tomoko
y Yasue, a las que ayudaba una sirvienta que se ocupaba de
los niños, vivían cómoda y
tranquilamente.
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Tomoko envió un telegrama, porque no quería hablar por
teléfono con Masaru. Como era
habitual en los suburbios, la oficina de correos transmitió
telefónicamente el cable apenas
recibido. El mensaje llegó cuando Masaru se disponía a
partir para su trabajo. Pensando en una
llamada de rutina, levantó tranquilamente el receptor.
—Tenemos un cable urgente proveniente de A. Beach —dijo la
empleada y Masaru comenzó a
sentirse incómodo—. Voy a leérselo. ¿Está Ud. listo? «Ya-sue
fallecida. Kiyoo y Keiko
desaparecidos. Tomoko.»
—¿Puede leerlo nuevamente, por favor?
Las palabras resonaron nuevamente: «Yasue fallecida. Kiyoo y
Keiko desaparecidos. Tomoko.»
Masaru estaba enojado. Era como si, sin saber por qué,
hubiera recibido súbitamente la noticia
de su despido de la compañía.
Llamó inmediatamente a la oficina y avisó que no podría ir.
Consideró la posibilidad de conducir
su coche hasta A. Beach. Pero el camino era largo y
peligroso y estaba tan trastornado que no
confiaba en su manejo del volante. A decir verdad, acababa
de tener un accidente de
circulación días atrás. Decidió tomar el tren hasta Itó y un
taxi desde allí.
El proceso por el cual lo imprevisto se desliza en la
conciencia del hombre es extraño y sutil.
Masaru, que emprendía viaje sin siquiera saber la índole del
accidente, tomó la precaución de
llevar consigo una buena cantidad de dinero. Los accidentes
siempre conllevan gastos.
Tomó un taxi hasta la estación de Tokio. No sentía nada que
pudiera llamarse realmente
emoción. Más bien lo embargaba una sensación semejante a la
que debe experimentar un
detective rumbo al escenario del crimen. Más sumergido en la
deducción que en la especulación,
temblaba de curiosidad por conocer más detalles sobre el
accidente que tan profundamente lo
afectaba.
«Hubiera podido llamarme por teléfono. Me tiene miedo...»
Con la intuición de los maridos,
Masaru presentía la verdad. «Pero, sea como sea, el primer
problema es ir allí y formarme mi
propia opinión.»
A medida que se acercaban al centro, se asomó a la
ventanilla. El sol de aquella mañana de
verano era aún más enceguecedor por el reflejo de las
camisas blancas que llevaban los
transeúntes. Los árboles que flanqueaban la calle
proyectaban su sombra verticalmente y en la
entrada de un hotel el vistoso toldo blanco y rojo estaba
tenso como si la luz del sol fuera un
pesado metal. La tierra recién removida por una reparación
callejera ya se había vuelto seca y
polvorienta.
El mundo que lo rodeaba era el mismo de siempre. Nada había
sucedido y era como para creer
que tampoco él había sufrido ningún cambio en su vida. Lo
invadió un fastidio de niños. En un
sitio desconocido se había producido un accidente en el cual
no tenía nada que ver, pero que lo
había aislado del mundo exterior.
Entre todos aquellos pasajeros ninguno era tan desgraciado
como él. Este pensamiento parecía
situarlo en un nivel superior o inferior con respecto al
Masaru habitual, y ni siquiera podía definir
cuál de los dos le correspondía. Se había convertido en un
marginado, en un ser especial.
Cuando un hombre tiene una mancha de nacimiento en la
espalda, a veces siente la necesidad
de proclamarlo: Óiganme todos, ustedes no lo saben, pero yo
tengo una gran mancha color
púrpura en mi espalda.»
Y Masaru deseaba gritar a los demás pasajeros: «Óiganme
todos, ustedes no lo saben, pero
acabo de perder a mi hermana y a dos de mis tres hijos.»
Su coraje lo abandonó. Si por lo menos se hubieran salvado
los niños... Comenzó a elucubrar
distintas formas de interpretación para aquel telegrama.
Posiblemente Tomoko, perturbada por
la muerte de Yasue, había supuesto que los chicos habían
muerto cuando, en realidad, sólo se
habían extraviado. Quizás un segundo telegrama había llegado
en aquel momento a su casa.
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Masaru se entregó a sus sentimientos como si el accidente
fuera menos importante en sí mismo que su reacción frente a él. Lamentó no haber
llamado al Eirakusö de inmediato.
La plaza frente a la estación de Itó brillaba en la luz del
verano. Junto a la parada de taxis se
encontraba una pequeña oficina del tamaño de una garita. En
su interior, la luz del sol se
proyectaba despiadadamente y los bordes de las hojas de
despacho pegadas a las paredes se
curvaban amarillentos.
—¿Cuánto es hasta A. Beach?
—Dos mil yens —el hombre llevaba una gorra de chófer y tenía
una toalla alrededor del cuello—.
Si usted no está apurado puede ahorrar dinero y tomar el
ómnibus que sale dentro de cinco
minutos —agregó por gentileza o, simplemente, porque
emprender viaje costaba demasiado
esfuerzo.
—Estoy muy apurado. Una persona de mi familia acaba de morir
allí.
—¡Oh! ¿Es usted un pariente de la gente que se ahogó en A.
Beach? ¡Qué barbaridad! Dicen que
se trataba de una mujer y dos chicos...
Masaru se sintió mareado bajo el sol. No volvió a dirigir la
palabra al chófer hasta llegar a A.
Beach.
No había ninguna particularidad notable en el paisaje que
iban cruzando. El taxi se encaramó
primero sobre unas montañas polvorientas y pasó a las
siguientes, con breves apariciones del
mar. Cuando se adelantaron a otro coche en un paso estrecho
del camino, las ramas de los
árboles golpearon como pájaros asustados en la ventanilla
semiabierta y arrojaron arena y
suciedad sobre los impecables pantalones de Masaru.
Masaru no sabía cómo enfrentarse con su mujer. No estaba
seguro de que hubiera algo como
«un encuentro natural». Ninguna de las emociones que lo
embargaban parecía encajar en algo
semejante. Quizás lo antinatural era, en efecto, natural.
El taxi cruzó la oscura y antigua verja del Eirakusö. Cuando
se acercó a la casa, el gerente corrió
hacia ellos con un repiquetear de zuecos de madera. Masaru
buscó automáticamente su
billetera.
—Soy Ikuta —dijo.
—Una cosa terrible —dijo el gerente, inclinándose
profundamente. Después de pagar al chófer,
Masaru agradeció al gerente y le dio un billete de diez mil
yens.
Tomoko y Katsuo se hallaban en la habitación contigua a
aquella en la que habían depositado el
ataúd de Yasue. El cuerpo estaba rodeado de hielo traído de
Itó y sería cremado en cuanto
llegara Masaru.
Masaru se adelantó al gerente y abrió la puerta. Tomoko, que
dormitaba, se despertó
precipitadamente al escuchar ruido. Su pelo estaba enredado
y vestía un arrugado kimono de
algodón. Como un criminal convicto, apretó el kimono contra
su cuerpo y se arrodilló
mansamente frente a él. Sus movimientos eran
sorprendentemente rápidos como si los hubiera
planeado con anticipación. Echó una mirada a su esposo y
rompió a llorar.
Masaru no quiso que el gerente viera cómo apoyaba
compasivamente una mano en el hombro de
su mujer. Aquello hubiera sido peor que ser sorprendido en
el más íntimo secreto de alcoba.
Masaru se quitó el abrigo y buscó un sitio donde colgarlo.
Tomoko lo advirtió y, tomando una percha, colgó la sudada
chaqueta en el ropero. Masaru se
sentó junto a Katsuo, quien se había despertado al escuchar
los sollozos de su madre y los
miraba desde la cama. Luego, sentado en las rodillas de su
padre, parecía un muñeco. ¿Cómo
pueden ser tan pequeños los niños? —se preguntó Masaru. Era
como si hubiera alzado un juguete.
Tomoko sollozaba, arrodillada, en el otro extremo de la
habitación.
—Todo fue culpa mía—dijo. Aquéllas eran las palabras que
Masaru deseaba escuchar.
56
Tras ellos, el gerente también lloraba: —Sé que no es asunto
mío, señor, pero por favor no
reproche nada a la señora Ikuta. Todo sucedió mientras ella
dormía la siesta y, por lo tanto, no
tiene culpa alguna.
Masaru se sintió como si hubiera escuchado o leído aquello
alguna vez.
—Comprendo, comprendo...—dijo.
Siguiendo las conveniencias, se puso de pie con el niño en
brazos y, yendo hacia su esposa,
apoyó cariñosamente una mano en su hombro. El gesto le brotó
fácilmente.
Tomoko sollozó aún más amargamente.
Los dos cuerpos fueron hallados al día siguiente. Finalmente
los encontró un gendarme que
rastreaba cuidadosamente la playa. Los peces se habían
ensañado con ellos y había dos o tres sabandijas junto a sus pequeñas narices.
Desde luego que este tipo de accidentes iba mucho más lejos
que los dictados de las
tradiciones; pero es, sin embargo, en estos trances en los
que se observa cuan ligadas están las
personas a los menores detalles. Tomoko y Masaru no
olvidaron ninguna de las respuestas ni el
trueque de regalos que exigen las costumbres.
Una muerte es siempre un problema desde el punto de vista
administrativo. Los trámites los
obligaron a desarrollar una frenética actividad. Y hasta
podría decirse que Masaru en particular,
como cabeza de la familia, no tenía tiempo ni para el dolor.
Para Katsuo cada día parecía una
festividad en la que los adultos desempeñaban sus
respectivos papeles.
Sea como fuere, cada uno seguía su propio camino en aquellos
complicados problemas. Las
ofrendas para el funeral alcanzaron una cifra considerable.
Las ofrendas son siempre mayores
cuando el que desempeña el papel de cabeza de familia es uno
de los deudos y no protagonista
de su propio funeral.
Masaru y Tomoko estaban sumergidos de algún modo en todo
cuanto debía ser hecho. Tomoko
no podía comprender cómo aquella pena inconmensurable y
aquella atención por todos los
detalles podían coexistir. También le resultaba sorprendente
comer tanto sin saborear siquiera
los alimentos.
Temía por encima de todo enfrentarse con los padres de
Masaru, que llegaron de Kanazawa a
tiempo para el funeral. «Todo sucedió por mi culpa», se
obligó a decir otra vez y, como
compensación, se dirigió a sus propios padres: —Pero ¿por
qué deberían sentir pesar? ¿Acaso no
soy yo la que he perdido dos hijos? Allí están todos,
acusándome. Me culpan y yo debo
excusarme ante ellos. Me miran como si yo fuera la sirvienta
atontada que deja caer el niño en
el río. Pero, ¿acaso no fue Yasue? Yasue tiene suerte de
estar muerta. ¿Cómo no ven quién ha
sido realmente el afectado? Soy una madre que acaba de
perder a sus dos hijos.
—Eres injusta. ¿Quién te está acusando? ¿Acaso no era tu
suegra la que, entre lágrimas, dijo
compadecerte más que a nadie?
—Eran sólo palabras.
Tomoko estaba profundamente insatisfecha. Se sentía como
alguien condenado a la oscuridad,
alguien cuyos verdaderos méritos pasan desapercibidos. Le
parecía que tan tremendas desgracias
deberían traer aparejados especiales privilegios. Su
principal insatisfacción era hacia sí misma,
disculpándose servilmente frente a su suegra. Descargó su
enojo en su propia madre.
Sin saberlo, su desesperación se centraba en la pobreza con
que, en estos casos, se manifiestan
las emociones humanas. ¿No era acaso irracional que no
hubiera otra cosa que hacer, excepto
llorar, frente a la muerte de tres personas como único medio
de expresión y como si se tratara
de la muerte de un solo ser?
Tomoko se preguntó cómo podía tenerse en pie, bajo aquel sol
sofocante, bajo sus vestiduras de
luto. A veces sentía un pequeño vahído y lo que venía a
salvarla era un nuevo sentimiento de
repulsión hacia la muerte. «Soy más fuerte de lo que
pensaba», dijo volviendo un rostro lloroso
hacia su madre.
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Mientras hablaba con sus padres acerca de Yasue, Masaru no
pudo contener las lágrimas al
recordar que había muerto siendo una solterona, y Tomoko
experimentó una pizca de
resentimiento también hacia él.
Hubiera deseado preguntar: ¿quién era más importante para
Masaru, Yasue o los niños?
No cabía duda de que estaba tensa y rígida. No pudo dormir
durante la noche del velatorio aun
cuando sabía que debería haberlo hecho. Pese a ello, no
sentía el más leve dolor de cabeza y su
mente estaba alerta y lúcida.
Cuando los visitantes querían ocuparse de ella, les contestaba
secamente que no era necesario
preocuparse por su salud, ya que daba lo mismo estar viva o
muerta.
Los pensamientos de locura y suicidio se fueron alejando.
Por un tiempo, Katsuo sería su mejor
razón de vivir. A veces pensaba en que le había faltado
coraje, pero cuando, ya vestida por las
mujeres del velatorio, miró a su hijo, se alegró de no
haberse matado. En noches como ésta,
mientras yacía en brazos de su esposo, Tomoko fijaría su
mirada asustada en el círculo de luz del
velador, y repetiría incesantemente, como en una defensa
judicial: «Me equivoqué. Debería
haber sabido que era un error dejar a los tres chicos con
Yasue.»
La voz sonaba tan lejana cono el eco de las montañas.
Masaru sabía lo que significaba aquel obsesivo sentido de
responsabilidad. Tomoko esperaba algún tipo de castigo. Hasta podría decirse
que lo anhelaba.
Luego de los catorce días de ceremonias, la vida volvió a la
normalidad. Les sugirieron que se
ausentaran y tomaran un corto descanso; pero tanto las playas
como las montañas aterrorizaban
a Tomoko. Tenía el convencimiento de que las desgracias
nunca vienen solas.
Hacia el fin del verano, Tomoko fue a la ciudad con Katsuo.
Debía encontrarse con su marido
después del trabajo para comer juntos.
No había nada que Katsuo no pudiera tener. Tanto su padre
como su madre se mostraban
demasiado complacientes. Terminaba por resultar molesto. Lo
manejaban como un muñeco de
vidrio y hasta hacerle cruzar una calle se volvía una
comprometida empresa. Su madre
observaba primero los autos y camiones detenidos por la luz
roja y luego corría con él por la
calzada, apretando fuertemente su mano en la suya.
En los escaparates, los últimos trajes de baño llamaron la
atención de Tomoko. Alejó la vista de
una malla verde semejante a la de Yasue. Luego se preguntó
si el maniquí tenía cabeza. Parecía
que no la tuviera... y luego que sí, y con un rostro
exactamente igual al de Yasue muerta y
pálida en medio de su cabellera húmeda y enredada. Todos los
maniquíes parecían cuerpos de
ahogados.
Si al menos terminara el calor. La sola palabra «verano»
traía consigo obsesivos pensamientos
de muerte. Y en el sol del atardecer, Tomoko sintió una
dolorosa punzada.
Como aún era temprano, llevó a Katsuo a una gran tienda.
Faltaba alrededor de media hora
para el cierre del establecimiento.
Katsuo quiso ver los juguetes y subieron hasta el tercer
piso. Pasaron rápidamente entre los
juegos para playa. Un grupo de madres luchaba frenéticamente
por encontrar lo buscado en una
gran montaña de trajes de baño para niños a precios de
saldo. Una mujer alzó un par de
pantalones de baño hacia la ventana y el sol del atardecer
se reflejó en la hebilla del cintu-rón.
«Estoy buscando un sudario», pensó Tomoko.
Después de haber comprado un juguete, Katsuo quiso ir hasta
el último piso. En la terraza
soplaba un viento fresco, proveniente del puerto, que hacía
restallar los toldos.
A través del alambre tejido, Tomoko observó el puente
Kachidoki en el otro extremo de la
ciudad y los muelles de Tsukishima y los barcos de carga
anclados en la bahía.
Desprendiendo su mano, el niño corrió hasta la jaula del
mono. Tomoko permaneció un poco
alejada. Quizás a causa del viento el olor del mono era muy
fuerte. El animal los observó con su
arrugada frente. Mientras se movía de una rama a otra, con
una mano cuidadosamente apoyada
58
en la cadera, Tomoko pudo observar a un lado de la carita
arrugada una sucia oreja surcada por
venas rojas. Tomoko nunca había observado a un animal con
tanta atención.
Había un estanque junto a la jaula. La fuente situada en el
centro estaba cerrada. Había
macizos de flores junto al borde de ladrillos por el que se
balanceaba cuidadosamente un niño
de la edad de Katsuo. Sus padres no estaban a la vista.
«Ojalá se caiga. Ojalá sé caiga y se ahogue...»
Tomoko observó las piernitas inseguras. El niño no se cayó.
Rió orgullosamente al notar que
Tomoko lo observaba, pero ella no correspondió a su sonrisa.
Era corno si el niño se burlara de su
pena.
Tomó a Katsuo de la mano y se alejó apresuradamente de la
terraza.
Durante la comida, Tomoko habló después de una pausa
desmesuradamente larga: —Qué
tranquilo estás. No pareces ni siquiera triste.
Asombrado, Masaru miró a su alrededor para asegurarse de que
nadie había escuchado. —¿No te
das cuenta? Estoy tratando de animarte. —No hace falta.
—Es lo que tú crees. Pero, ¿qué me dices del efecto que
podría causarle mi tristeza a Katsuo?
—Sea como fuere, ya no merezco ser una madre. Y así, la cena
resultó un fracaso. Masaru tendió
más y más a retraerse frente al dolor de su mujer. Un hombre
tiene que trabajar. Podría
distraerse en sus tareas. Mientras tanto, Tomoko acunaba su
pena, y Masaru tuvo que
enfrentarse con esa monótona tristeza al volver a su casa
por las noches. Comenzó entonces a
llegar cada vez más tarde.
Tomoko llamó a una sirvienta que había trabajado para ella
en otros tiempos y le regaló todos
los juguetes y la ropa de Kiyoo y Keiko. La mujer tenía
hijos de la misma edad.
Una mañana, Tomoko se despertó algo más tarde de lo
habitual. Masaru, que había bebido la
noche anterior, estaba echado a un lado de la cama
matrimonial. Aún lo rodeaba un pesado olor a alcohol. Los resortes del colchón
crujieron cuando se estiró en su sueño. Ahora que Katsuo
estaba solo, su madre lo dejaba dormir con ellos, sabiendo,
por otra parte, que hacía mal en
permitírselo. Observó la carita dormida del niño a través
del tul del mosquitero. Un ligero
malhumor parecía deslizarse en su fisonomía.
Tomoko estiró la mano fuera del mosquitero y tiró de la
cuerda que movía la cortina. La dureza
del hilo tirante fue una agradable sensación contra su mano
húmeda. La cortina se entreabrió
ligeramente. La luz pareció inundar el árbol de sándalo y
los racimos de hojas se le antojaron a
Tomoko aún más blandos y tiernos que de costumbre. Los
gorriones eran habitual-mente
ruidosos. Cada mañana se despertaban y comenzaban a
parlotear entre ellos hasta formar una
prolija hilera y volar hacia el alero. Las confusas huellas
de sus patitas se extendían en todos los
sentidos. Tomoko sonrió al escucharlos.
Era aquélla una mañana bendita. Así era, sin ningún motivo
en especial. Tomoko permaneció
acostada y tranquila con la cabeza apoyada en la almohada.
Una sensación de felicidad se
difundió por su cuerpo.
De pronto, ahogó una exclamación. Supo por qué se sentía tan
feliz. Por primera vez, no había
soñado con sus hijos. Desde el día del accidente la acosaban
siempre las mismas pesadillas. En
cambio, durante aquella noche la habían asaltado breves y
placenteras ensoñaciones.
Entonces, ya había comenzado a olvidar...; su crueldad se le
apareció como algo terrible.
Sollozó lágrimas de pesar dedicadas a los espíritus de los
niños. Masaru abrió los ojos y la miró.
Pero vio en su llanto un cierto tipo de paz y no la angustia
habitual.
—¿Estás pensando otra vez en ellos?
—Sí— parecía demasiado complicado explicar la verdad.
Pero ahora que había dicho una mentira, le molestaba que su
marido no llorara con ella. Si
hubiera visto lágrimas en sus ojos, Tomoko hubiera sido
capaz de creer en su propio engaño.
59
Los cuarenta y nueve días de oficios religiosos llegaron a
su fin. Masaru compró un lote de
terreno en el cementerio de Tama. Sus hijos eran los
primeros muertos en su rama de la familia,
y aquéllas, también, las primeras tumbas. Yasue fue
encargada de velar por las niños aun en la
Lejana Orilla. Después de consultarlo con la familia, sus
cenizas fueron enterradas en el mismo
terreno.
Los temores de Tomoko parecieron volverse infundados a
medida que se hundía en la tristeza.
Fue con Masaru y Katsuo a conocer el nuevo terreno del
cementerio.
Era un hermoso día en los albores del otoño. El calor comenzaba
a abandonar el alto y claro
cielo.
A veces, el recuerdo hace que las horas corran a nuestro
lado o, también, las acumula. Por dos
veces durante aquel día, Tomoko fue víctima de una ilusión.
Quizás, con aquel cielo y el
atardecer demasiado claros, los límites de su subconsciente
se volvieron, de alguna manera,
semitransparentes.
Dos meses antes de la desgracia, había ocurrido aquel
accidente de automóvil. Masaru no había
sufrido daño alguno; pero, después de la muerte de sus
hijos, Tomoko no salía nunca en el coche
con él y Katsuo. También, en aquella oportunidad, Masaru se
había visto obligado a tomar el
tren.
En M. transbordaron a la pequeña línea que llevaba al
cementerio. Masaru fue el primero en
salir del vagón, llevando a Katsuo. Algo más atrás, Tomoko
apenas pudo abrirse paso entre la
gente y logró pasar las puertas un segundo o dos antes de
que se cerraran. Escuchó el crujido de
la puerta al cerrarse tras ella y, casi gritando, intentó
abrirla nuevamente. Creyó haber dejado a
Kiyoo y a Keiko dentro del tren.
Masaru la tomó del brazo. Ella lo miró, desafiante, como si
se tratara de un detective que
intentara detenerla. Al volver en sí, instantes más tarde,
intentó explicarle cuanto había
sucedido. Tenía que hacerlo. Pero aquello no sirvió más que
para poner incómodo a Masaru.
Pensó que su mujer fingía.
El pequeño Katsuo estaba encantado con la antigua locomotora
que los llevaba hasta el
cementerio. Echaba una densa humareda hacia lo alto y era
muy grande. La viga de madera en
la que se apoyaba el maquinista parecía hecha de carbón. La
locomotora gruñó, suspiró, rechinó
y, finalmente, se desplazó hacia los anodinos jardines de
los suburbios.
Tomoko, que jamás había ido antes al cementerio de Tama,
estaba asombrada por su amplitud.
¿Era tanto el espacio que se dedicaba a la muerte? El verde
césped, las calles de árboles y el cielo azul y diáfano, perdiéndose en la
distancia, volvían la ciudad de los muertos mucho más
limpia que la de los vivos. Ni ella ni su marido habían
tenido motivo alguno para conocer
cementerios, pero aquel paseo no estaba de más, ya que ahora
se habían convertido en sus
calificados visitantes.
Aun cuando ninguno de los dos se hubiera detenido a
pensarlo, era como si el período de luto y
oscuridad les hubiera brindado un determinado tipo de
seguridad, algo estable, fácil y hasta
placentero. Se habían condicionado a la muerte y, como en el
caso de quienes se acostumbran a
la depravación, comenzaron a pensar que la vida no encerraba
ya nada que pudiera inspirarles
temor.
El terreno estaba situado en el extremo más alejado del
cementerio. Transpirando
copiosamente atravesaron la verja de entrada, observaron con
curiosidad la tumba del Almirante
T. y rieron frente a un amplio y feo mausoleo decorado con
espejos.
Tomoko escuchó el ligero rumor del otoño, distinguió en el
aire el perfume del incienso y del
césped verde y tierno.
—¡Qué hermoso lugar! Tendrán suficiente espacio para jugar y
no se aburrirán. No puedo dejar
de pensar en que será un buen sitio para ellos. ¡Qué
extraño!, ¿no es cierto?
60
Katsuo tenía sed. En el cruce de caminos había una alta
torre marrón. Los escalones circulares
de la base estaban gastados por las fuentes centrales.
Varios niños, cansados de cazar insectos,
tomaban agua ruidosamente y se salpicaban unos a otros. De
vez en cuando, el agua formaba un
fino arco iris a través del aire.
Katsuo era un niño activo. Quería tomar agua y no había
forma de distraerlo. Aprovechando el
hecho de que su madre no lo tomaba de la mano, subió
corriendo los escalones.
—¿Adonde vas? —gritó ella, secamente. El niño contestó por
encima del hombro:
—A tomar agua.
Ella corrió tras él y lo tomó firmemente por los hombros.
—Me duele —protestó el niño, asustado, como si alguna
terrible criatura le hubiera saltado a la
espalda.
Tomoko se arrodilló en el suelo y volvió el niño hacia ella.
El pequeño miró a su padre que,
asombrado, observaba la escena desde cierta distancia.
—No tienes que tomar de esta agua. Aquí tengo un termo—y
comenzó a destaparlo.
Llegaron a su terreno. Estaba situado en una sección recién
inaugurada tras las hileras de
tumbas. Algunos frágiles arbolitos estaban plantados aquí y
allá, y si se observaba bien,
siguiendo un diseño definido. Las cenizas no habían sido
trasladadas aún desde el templo familiar
y todavía no se veía ninguna lápida.
—Y aquí estarán los tres juntos—apuntó Masaru.
El comentario no afectó a Tomoko. ¿Cómo era posible que los
hechos fueran tan absolutamente
improbables? Que un chico se ahogara en el océano no era
completamente imposible. Incluso, a
nadie se le hubiera ocurrido ponerlo en duda. En cambio, el
tratarse de tres personas hasta
parecía ridículo. Aun diez mil personas hubieran constituido
una cifra absurda. Había algo
grotesco en lo excesivo y, sin embargo, ni una catástrofe ni
una guerra lo eran. Una muerte era
siempre algo tan grave y solemne como un millón de muertes. El
leve exceso era lo diferente.
—¡Tres personas! ¡Qué disparate! Tres personas... —murmuró
Tomoko.
Era una cifra demasiado importante para una sola familia y
demasiado pequeña para la
sociedad. Sin contar con que, en este caso, no existía
ninguna de las implicaciones sociales de
una muerte en el campo de batalla o en algún puesto
determinado. Femenina hasta en su
egoísmo, Tomoko se planteaba una y otra vez el acertijo de
aquel número de muertes.
Masaru, sociable por excelencia, reflexionó con el correr
del tiempo que era menester ver el
suceso desde el punto de vista de la sociedad: podían, en
efecto, considerarse afortunados de
que no hubieran surgidc complicaciones.
Al volver a la estación, Tomoko fue nuevamente víctima de un
juego ilusorio. Debían esperar
veinte minutos a que llegara el tren y Katsuo deseaba compra
una insignia de juguete que
vendían en el andén. La insignias colgaban de altos palos,
eran de algodón y, cosidos a su forro,
pendían ojos, orejas y colas.
—Parece que los chicos siguen gustando de estas cosas...
—Yo tuve una cuando era pequeño...
Tomoko compró una insignia a la anciana que las vendía y se
la dio a Katsuo. Un momento después se sorprendió curioseando en los otros
kioscos del andén. Quería adquirir algo para
Kiyoo y Keiko, que habían permanecido en casa.
—¿Qué te pasa?—inquirió Masaru.
—No sé lo que me sucede. Estaba pensando en que también
debía comprar algo para los otros...
—Tomoko alzó sus blancos brazos y se restregó fieramente con
los puños los ojos y las sienes. Sus
rasgos temblaron y pareció a punto de llorar.
—Anda y compra algo. Algo para ellos —el tono de Masaru era
tenso y suplicante a la vez—. Lo
pondremos en el altar.
61
—No. Tendrían que estar vivos.—Tomoko oprimió el pañuelo
contra su nariz. Existía, y los otros,
en cambio, habían muerto. Aquello resultaba espantoso. ¡Cuan
cruel era vivir!
Miró a su alrededor. Observó las rojas banderas de los bares
y restaurantes situados frente a la
estación, los relucientes bloques de granito en venta en las
marmolerías, las amarillentas
puertas de los pisos superiores, las tejas del techo contra
el azul del cielo que hacia el
anochecer se volvía transparente como una porcelana. Todo
estaba tan claramente definido.
Dentro de la crueldad de la vida dormía una paz tan profunda
como un hondo letargo.
Al promediar el otoño, la existencia familiar se volvió más
y más tranquila. La pena no había
sido ciertamente superada, pero al notar más tranquila a su
esposa, Masaru volvió a apreciar las
alegrías del hogar y el afecto de Katsuo contribuyó a
hacerlo regresar del trabajo a horas más
tempranas que las habituales. Y aun cuando, al acostarse
Katsuo, la conversación recaía en
temas que deseaban evitar, aquello les brindaba un cierto
tipo de consuelo.
El proceso por el cual un hecho terrible se mezcla con la
vida cotidiana trajo aparejado para el
matrimonio un nuevo tipo de temor mezclado con vergüenza,
como si ambos hubieran cometido
un crimen que finalmente iba a ser descubierto.
A veces el hecho de que faltaran tres miembros de la familia
les confería un extraño
sentimiento de cosa concluida.
Nadie perdió la razón ni recurrió al suicidio. Ni sil quiera
hubo enfermos. El espantoso suceso
había pafl sado dejando apenas una sombra. Tomoko comenzó a aburrirse.
Era como si esperara
algo.
Durante largo tiempo no se habían permitido ir al teatro ni
a conciertos, pero Tomoko esgrimió
el pretexto de que tales esparcimientos no harían sino
aliviar su pesar. Un famoso violinista
norteamericano ofrecía algunos recitales y decidieron
asistir a uno. Katsuo tuvo que quedarse en
casa, pues Tomokoquiso ir al concierto en compañía de su
marido.
Tardó mucho tiempo en prepararse. Era difícil peinar
aquellos cabellos que, durante meses, no
habían recibido ningún cuidado. Pero cuando Tomoko contempló
su rostro en el espejo la
asaltaron antiguas alegrías. Había olvidado cuan halagador
puede volverse un espejo. No cabía
duda de que la tozuda insistencia del dolor termina por
apartarnos de tan agradables consuelos.
Se probó sus kimonos hasta elegir, finalmente, uno rico y
alhajado, color púrpura, con un obi de
brocado. Masaru, que esperaba junto al automóvil, quedó
sorprendido por la belleza de su
mujer.
En el vestíbulo del teatro la gente se volvía para mirarla,
lo cual complacía inmensamente a
Masaru. Tomoko sentía, en cambio, que, pese a la admiración
que despertaba en aquella gente
elegante, algo faltaba para su contento. En otras épocas,
hubiera vuelto a su casa
profundamente satisfecha por haber atraído la atención. Se
dijo que aquella insatisfacción que
la carcomía debía ser sólo producto de la alegría y el
bullicio que no hacían sino subrayar cuan
lejos del olvido se encontraba su dolor. A fin de cuentas,
no era más que la repetición del
impreciso disgusto que le producía el no haber sido tratada
como corresponde a una mujer
afligida por el luto.
La música contribuyó a deprimirla, y cruzó el hall del
teatro con una triste expresión en el
rostro. Habló con una amiga y su aspecto pareció coincidir
con las palabras de pesar que aquélla
le prodigara.
Pero esa señora le presentó a un joven que, no conociendo el
pesar de Tomoko, no pronunció
ninguna frase de consuelo. Su conversación resultó de las
más comunes e incluyó una o dos
críticas acerca del concierto.
—¡Qué hombre tan mal educado! —pensó Tomoko, mientras seguía
con la mirada su cabeza
reluciente entre el público—. No dijo una sola palabra,
cuando sin duda debería haber advertido
mi profunda tristeza. 62
El joven era muy alto y sobresalía entre la gente. En
determinado momento, Tomoko se
encontró con sus ojos risueños y observó el mechón que le
caía sobre la frente. Sintió una
punzada de celos al contemplar a la mujer que lo acompañaba.
¿Acaso había esperado de aquel
joven algo más que consuelo? ¿Quizás alguna palabra en
especial? Toda su estructura tambaleó
frente a tal pensamiento. La sospecha era totalmente
irrazonable. Jamás había sentido la menor
insatisfacción junto a su esposo.
—¿No tienes sed?—Masaru se había aproximado—. Allí hay un
quiosco donde venden naranjada.
El público tomaba el refresco directamente de las botellas.
Tomoko observó furtivamente la
escena. No tenía sed. Recordó el día en que había apartado a
Katsuo de la fuente y lo había
obligado a beber agua hervida. Katsuo no era el único ser en
peligro. Aquella na-, ranjada debía
contener millones de gérmenes nocivos.
Su búsqueda de esparcimientos se volvió ligeramente
demencial. Había algo vengativo en la
certeza de que tenía que divertirse.
No se trataba, desde luego, de ser infiel a su marido. Iba a
todas partes con él, o, por lo menos,
deseaba hacerlo.
Su espíritu seguía sumergido en la muerte. Cuando, al volver
de alguna reunión, observaba el
sueño de Katsuo, a quien la criada había acostado a la hora
debida, no podía dejar de pensar en
los otros dos niños, y el remordimiento volvía nuevamente a
asaltarla. No cabía duda de que la
búsqueda de diversiones se había convertido en la manera más
segura de remover el dolor de su
corazón.
Tomoko anunció, súbitamente, que quería volver a la costura.
No era la primera vez que los
altibajos y ocurrencias de su mujer se le antojaban a Masaru
difíciles de seguir.
Tomoko comenzó a coser y su afán de diversiones se volvió
menos ansioso. Comenzó a ocuparse
tranquilamente de sí misma en un intento de convertirse en
una buena ama de casa. Sintió que
estaba «mirando la vida de frente».
La casa mostraba claras huellas de descuido. Erl como si
Tomoko hubiera emprendido un largo
viaje. Pasaba los días lavando y ordenando cosas. La anciana
sirvienta observaba cómo su señora
le quitaba el trabajo.
Tomoko encontró un par de zapatos de Kiyoo y unas zapatillas
celestes de Keiko. Tales reliquias
la sumergieron en hondas meditaciones y la hicieron sollozar
a gusto, pero se le antojaron
vehículos de mala suerte. Llamó a una amiga que estaba
sumergida en obras de caridad y,
sintiéndose en la cumbre del altruismo, regaló muchas cosas
a un orfelinato, incluso ropa que
hubiera sido aprovechable para Katsuo.
Al dedicarse Tomoko nuevamente a la costura, el pequeño
Katsuo vio aumentar
considerablemente su guardarropa. La joven pensó en
confeccionarse algunos sombreros a la
última moda, pero no le quedó tiempo para ello. Frente a la
máquina de coser olvidaba sus
pesares. El zumbido y el mecánico andar de la aguja
aventajaron a cualquier otra melodía como
la de sus altos y bajos emocionales.
¿Cómo no lo había intentado antes? Aquella ayuda llegaba
ahora en un momento en el que su
corazón ya no tenía la fortaleza de tiempo atrás. Un día se
pinchó un dedo, y al ver brotar la
sangre se atemorizó profundamente. Asociaba el dolor a la
muerte.
Pero el temor fue seguido por una emoción diferente de las
anteriores. Si tan trivial incidente
podía provocar la muerte, ¿no sería quizás aquélla una
respuesta a sus oraciones? Pasó horas y
horas frente a la máquina que, sin embargo, era el
instrumento más seguro del mundo. Ni
siquiera la rozaba.
Aún ahora se sentía insatisfecha. A la espera de algo.
Masaru se desentendió de aquella vaga
búsqueda y pasaron todo un día sin dirigirse la palabra.
63
Se aproximó el invierno. La tumba estaba pronta y las
cenizas enterradas.
En la soledad del invierno se piensa con nostalgia en el
verano. Los recuerdos del estío
reflejaron oscuras sombras sobre la vida de los Ikuta. Y,
sin embargo, lo sucedido parecía algo
extraído de una obra de ficción. No cabía duda, tampoco, que
junto a la chimenea encendida
todo toma un aire de irrealidad.
Hacia mediados del invierno, Tomoko dio muestras de estar
embarazada. Por primera vez el
descuido había reivindicado sus naturales derechos. Nunca
habían tomado tantas precauciones.
Parecía extraño que el niño pudiera nacer normalmente. Lo
natural hubiera sido perderlo. Todo iba bien. Trazaron una línea divisoria con
los recuerdos. Tomando coraje del niño que
llevaba en sus entrañas, Tomoko tuvo por primera vez la
fuerza de admitir que su dolor había
terminado. No hizo sino reconocer un hecho concreto.
Tomoko intentó comprender. Sin embargo, es difícil
interpretar los hechos cuando están aún a
nuestro alcance. El entendimiento llega más tarde. Es
entonces cuando se analizan las
emociones; se efectúan las deducciones y todo tiene una
posible explicación. Mirando atrás,
Tomoko no podía sino sentirse insatisfecha frente a sus
incongruentes sentimientos. No cabía
duda de que el descontento permanecería en su corazón
durante un lapso mucho más
prolongado que el dolor mismo. Pero no era posible volver
atrás e intentarlo todo de nuevo.
Se negó a ver falla alguna en sus reacciones. Era una madre
y, por otra parte, no podía
enfrentarse con dudas sobre su comportamiento.
Aun cuando no hubiera alcanzado el verdadero olvido, algo
cubría el dolor de Tomoko como una
fina capa de hielo sobre un lago. Podría quebrarse
ocasionalmente; pero, durante la noche,
volvería a formarse de nuevo.
El olvido llegó, inadvertidamente, cuando nadie lo esperaba.
Logró filtrarse por un ínfimo
intersticio e invadió el organismo como un germen invisible,
abriéndose paso lenta pero
seguramente. Tomoko atravesaba inconscientes presiones como
cuando uno se resiste a un
sueño. Rechazaba el olvido y se decía que aquél provenía de
la fuerza transmitida por el nuevo
hijo que había concebido. Pero el niño sólo ayudaba.
Los contornos del incidente iban diluyéndose lentamente,
mitigándose y esfumándose por su
propio desgaste.
En una oportunidad Tomoko había observado en el cielo de
verano una espantosa imagen
marmórea que se había disuelto, luego, en una nube. Los
brazos caían, la cabeza se volvía
invisible y la larga espada que llevaba en la mano se
precipitaba al vacío. La expresión de aquel
rostro pétreo era suficiente como para erizarle los cabellos
a cualquiera. Finalmente se había
borrado para desaparecer totalmente.
Un día encendió la radio y sintonizó un serial que hablaba
de una madre que había perdido a su
hijo. Tomoko se, asombró de la velocidad con que dispuso su
ánimo para el pesar. Una madre
embarazada de su cuarto hijo, tiene, reflexionaba, la
obligación moral de resistirse a la morbosa
complacencia del dolor. En aquellos últimos meses, Tomoko
había cambiado mucho.
Ahuyentaba las oscuras ondas de emoción que eran
susceptibles de dañar al niño. Quería
preservar su equilibrio interior. Y se sentía más complacida
al seguir los dictados de cierta
higiene mental que de someterse a insidiosas formas de
olvido. Por encima de toda otra cosa, se
sentía libre. Pese a todas las limitaciones, había salido de
su cárcel. Lógico es reconocer que el
olvido estaba demostrando su poder. Tomoko estaba
sorprendida frente a la sencillez de su
corazón.
Perdió la costumbre de recordar, y ya no le pareció extraño
carecer de lágrimas en los funerales
o en el transcurso de las visitas al cementerio. Creyó que,
en su magnanimidad, había logrado
olvidarlo todo.
Cuando, por ejemplo, al llegar la primavera, llevó a Katsuo
hasta una plaza vecina, ya no pudo
experimentar, aun intentándolo, el desgarramiento que la
hubiera atenazado después de la
64
tragedia, al ver a otros niños jugando en la arena. Aquellos
niños podían vivir en paz. Tomoko los
había perdonado. O al menos así lo creía ella.
Aun cuando el olvido llegó para Masaru antes que para su
esposa, no había frialdad alguna en él.
Masaru se había debatido dentro del más profundo pesar. Aun
en su inconstancia, un hombre es,
en general, más sentimental que una mujer. Incapaz de
expresar su emoción y consciente del
hecho de que el dolor no lo perseguía con particular
tenacidad, Masaru se sintió de pronto muy
solitario y se permitió una insignificante infidelidad.
Pronto se cansó de ella. Tomoko le anunció
su embarazo y Masaru corrió hacia su mujer como un niño en
busca de su madre.
El incidente los había dejado como los náufragos de un
buque. Pronto fueron capaces de verlo
todo con los ojos con que el resto de la gente lo había
leído en un rincón de los diarios de la
fecha. Tomoko y Masaru hasta llegaron a dudar de su
participación en el trágico suceso. ¿No
habían sido acaso sólo los espectadores más cercanos del
caso?
La tragedia brillaba a lo lejos como una luz en la montaña.
Resplandecía con mayor o menor
intensidad como el faro de Cabo Tsumeki, al sur de A. Beach.
Más que una ofensa, aquello se
volvió una moraleja. Era la transformación de un hecho
concreto en una metáfora. Había dejado de ser propiedad de la familia Ikuta.
Era un hecho público. Así como un faro brilla sobre las
playas y en la blanca espuma de la rompiente junto a
solitarios acantilados durante las largas
noches, del mismo modo la tragedia se reflejaba en la
compleja vida cotidiana que los rodeaba.
La gente aprendería la lección. Una vieja y simple enseñanza
que los padres deben llevar
grabada en la mente: «Hay que vigilar continuamente a los
niños cuando se los lleva a la playa.
La gente se ahoga donde jamás hubiéramos podido suponerlo.»
No se trataba, desde luego, de que Masaru y Tomoko hubieran
sacrificado a una hermana y a
dos hijos para impartir una enseñanza. Sin embargo, la
pérdida de aquellas tres vidas no había
servido para otra cosa. Y, a veces, una muerte heroica
tampoco produce algo más.
El cuarto hijo de Tomoko fue una niña nacida hacia el fin
del verano. Su felicidad no tuvo
límites. Los padres de Masaru llegaron de Kanazawa para
conocer a su nueva nieta, y mientras
permanecieron en Tokio, Masaru los llevó hasta el
cementerio.
Llamaron a la niña con el nombre de Momoko. Madre e hija se
encontraban bien. Tomoko sabía
cómo cuidar de la pequeña y Katsuo no ocultaba su alegría de
tener nuevamente una hermana.
Corría el verano siguiente. Dos años habían pasado desde el
accidente y uno desde el
nacimiento de Momoko.
Tomoko sorprendió a Masaru anunciándole que deseaba ir a A.
Beach.
—¿No habías dicho que jamás volverías allí?
—Quiero ir.
—Qué extraña eres. Yo no siento el menor deseo de hacerlo.
—¿Sí? Bueno, no hablemos más del asunto.
Permaneció cavilosa durante dos o tres días y, finalmente,
dijo: —Me gustaría ir.
—Hazlo por tu cuenta.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Tendría miedo.
—¿Para qué quieres ir a un sitio que te inspira temor?
—Quiero que vayamos todos allí. Nada hubiera sucedido si tú
hubieras estado con nosotros.
Quiero que vengas.
—Es imposible prever lo que puede suceder si te quedas por
mucho tiempo. Yo no dispongo más
que de cortas vacaciones.
—Con una noche será suficiente.
—Pero, es un sitio tan apartado y de acceso difícil...
65
Nuevamente preguntó a Tomoko qué motivaba su decisión. Ella
repuso que no lo sabía. Luego,
Masaru recordó una de las claves de las novelas policiacas a
las cuales era tan afecto: el asesino
vuelve siempre al escenario del crimen, pese a todos los
riesgos que ello implica. Un extraño
impulso llevaba a Tomoko a retornar al sitio donde habían
muerto sus hijos.
Tomoko insistió por tercera vez, sin demasiada apremio, en
el mismo tono monótono en que lo
hiciera desde el comienzo, y Masaru decidió tomarse dos días
de vacaciones, evitando las
multitudes de los fines de semana.
El Eirakusö era la única hostería en A. Beach. Reservaron
habitaciones en el extremo más
alejado de las que ocuparan anteriormente. Como siempre,
Tomoko se negó a viajar en el auto
con su esposo en compañía de los niños. Tomaron, pues, un
taxi en Itó.
Era el apogeo del verano. Junto a las casas que bordeaban el
camino, los girasoles parecían
hirsutas melenas de león. El taxi echaba tierra en sus
honestas y francas caritas, pero los
girasoles no parecían molestarse por ello.
Cuando divisaron el mar, Katsuo prorrumpió en gritos de
júbilo. Tenía cinco años ahora y hacía
ya dos que no iba a una playa.
Hablaron poco en el trayecto. El taxi se sacudía en forma
tal que resultaba imposible mantener
una conversación. De vez en cuando, Momoko decía algo que
todos comprendían. Katsuo
procedió a enseñarle la palabra «mar» y la pequeña señalaba
hacia el otro lado fas rojas
montañas murmurando «mar».
A Masaru se le antojó que Katsuo estaba enseñándole una
palabra colmada de desventuras.
Llegaron al Eirakusö y el mismo gerente se precipitó a
saludarlos. Masaru le deslizó una propina.
Recordaba demasiado bien cuánto temblaba su mano con aquel
otro billete de mil yens.
La hostería parecía tranquila. Aquél era un mal año. Masaru
comenzó a recordar cosas y se volvió irritable. Reprendió a su mujer frente a
los niños: —¿Qué diablos estamos haciendo aquí?
¿Recordando cosas que desearíamos olvidar? ¿Cosas que
habíamos logrado superar? Hay por lo
menos cien lugares diferentes a los que podíamos haber ido
en este primer veraneo con Momoko.
Trabajo demasiado como para que me arrastren a viajes
estúpidos.
—¿Perono estabas de acuerdo en venir?
—Tú me obligaste a hacerlo.
El césped se doraba bajo el sol de la tarde. Todo estaba
exactamente igual que dos años atrás.
Una malla azul, verde y roja se secaba en la hamaca blanca.
Dos o tres tejos desaparecían entre
la hierba. Allí donde había reposado el cuerpo de Yasue, el
césped tenía una tonalidad algo más
oscura. Los rayos del sol parecieron, a través de las ramas,
reproducir el verde ondular del traje
de baño de Yasue. Masaru no sabía que allí habían depositado
el cuerpo de su hermana. Sólo
Tomoko sufrió aquella alucinación. Como para Masaru el
episodio en sí no había ocurrido hasta
que se lo notificaron, aquella porción de césped sería
siempre para él sólo un sombreado rincón.
Para él y para los demás huéspedes, reflexionó Tomoko.
Su esposa guardaba silencio y Masaru estaba cansado de
reñirla. Katsuo descendió al jardín y
arrojó un tejo por el césped. Se agachó para ver hasta dónde
llegaba. El tejo rebotó
desganadamente entre las sombras, tomó súbito impulso y, por
fin, cayó. Katsuo lo observaba sin
moverse. Pensaba que quizás siguiera andando.
Las cigarras canturreaban, y Masaru, ahora silencioso,
sintió cómo el sudor mojaba su cuello.
Recordó sus deberes de padre:—Vamos a la playa, Katsuo.
Tomoko alzó a su hija y los cuatro se dirigieron a través
del cerco hacia el bosquecillo de pinos.
Las olas salpicaban la playa. Masaru caminó por la arena
ardiente con zuecos prestados por el
administrador de la hostería.
No había ninguna sombrilla y no más de veinte personas
ocupaban la playa que comenzaba
detrás de las rocas.
Permanecieron en silencio a la orilla del mar.
66
Aquel día también había grandes racimos de nubes. Parecía
imposible que una masa tan cargada
de luz pudiera mantenerse en el aire. Frente a las pesadas
nubes del horizonte, otras, más
livianas, flotaban en el espacio como abandonadas allí por
una escoba. Aquellas más bajas
parecían sostener alguna cosa. Excesos de luz y sombra
velaban una oscura forma
arquitectónicamente delineada como si fuera una melodía.
Debajo de las nubes avanzaba el mar, más amplio e inmutable
que la tierra. Ésta nunca parece
adueñarse del mar aun en sus bahías. El agua todo lo invade.
Las olas llegan, se rompen y se retiran. Su estruena do es
como la intensa tranquilidad del sol de
estío. Apenas un ruido. Más bien un silencio ensordecedor.
Una lírica transformación de las olas,
ondas que bien podrían llamarse luz, irrisión de las mismas
olas... Ondas que llegan hasta sus
pies y se retiran.
Masaru observó de reojo a su esposa.
Tomoko contemplaba el mar. La brisa agitaba su pelo y el sol
no parecía desalentarla. Su mirada
húmeda tenía algo regio. Los labios se apretaban en una fina
línea, y en sus brazos llevaba a la
pequeña Momoko, a quien un sombrerito de paja protegía de
los rigores del sol.
Masaru recordaba haberle visto aquella expresión. Desde el
accidente eran muchas las veces en
que el rostro de Tomoko parecía no pertenecerle y trasuntaba
la espera de algo que debería
acontecer.
—¿Qué esperas? —quiso preguntar él en tono liviano. Pero no
pudo pronunciar palabra. Pensó
que lo sabía sin necesidad de preguntar nada.
Apretó con fuerza la mano de Katsuo.
Un cuento terrible e inolvidable del gran oriental Mishima.
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