"EL LIBRO DE LOS AMORES RIDÍCULOS".
EL
FALSO AUTOESTOP.
1.
La manecilla del
nivel de la gasolina cayó de pronto a cero y el joven conductor del coupé
afirmó que era cabreante lo que tragaba aquel coche.
—A ver si nos
vamos a quedar otra vez sin gasolina —dijo la chica (que tenía unos veintidós
años) y le recordó al conductor unos cuantos sitios del mapa del país en los
que ya les había sucedido lo mismo.
El joven
respondió que él no tenía motivo alguno para preocuparse porque todo lo que le
sucedía estando con ella adquiría el encanto de la aventura. La chica protestó;
siempre que se les había acabado la gasolina en medio de la carretera, la
aventura había sido sólo para ella, porque el joven se había escondido y ella
había tenido que utilizar sus encantos: hacer autoestop a algún coche, pedir
que la llevasen hasta la gasolinera más próxima, volver a parar otro coche y
regresar con el bidón. El joven le preguntó si los conductores que la habían
llevado habían sido tan desagradables como para que ella hablase de su misión
como de una humillación. Ella respondió (con pueril coquetería) que a veces
habían sido muy agradables, pero que no había podido sacar provecho alguno
porque iba cargada con el bidón y había tenido además que despedirse de ellos
antes de que le diera tiempo de nada.
—Miserable —le
dijo el joven.
La chica afirmó
que la miserable no era ella, sino precisamente él; ¡quién sabe cuántas chicas
le hacen autoestop en la carretera cuando conduce solo! El joven cogió a la
chica del hombro y le dio un suave beso en la frente. Sabía que ella lo quería
y que tenía celos de él. Claro que ser celoso no es una cualidad muy agradable,
pero, si no se emplea en exceso (si va unida a la humildad), presenta, además
de su natural incomodidad, cierto aspecto enternecedor. Al menos eso era lo que
el joven creía. Como no tenía más que
veintiocho años,
le parecía que era muy mayor y que había aprendido ya todo lo que un hombre
puede saber de las mujeres. Lo que más apreciaba de la chica que estaba sentada
a su lado era precisamente aquello que hasta entonces había encontrado con
menor frecuencia en las mujeres: su pureza.
La manecilla ya
estaba a cero cuando el joven vio a la derecha un cartel que indicaba (con un
dibujo en negro de un surtidor) que la gasolinera estaba a quinientos metros.
La chica apenas tuvo tiempo de afirmar que se había quitado un peso de encima,
cuando el joven ya estaba poniendo el intermitente de la izquierda y entrando
en la explanada en la que estaban los surtidores. Pero tuvo que detenerse a un
lado porque, junto al surtidor, había un voluminoso camión con un gran depósito
de metal que mediante una gruesa manguera llenaba de gasolina el depósito del
surtidor.
—Vamos a tener
que esperar un buen rato —le dijo el joven a la chica y salió del coche—. ¿Va a
tardar mucho? —le preguntó a un hombre vestido con un mono azul.
—Un minuto
—respondió el hombre.
Y el joven dijo:
—Ya veremos lo
que dura un minuto.
Iba a volver al
coche a sentarse pero vio que la chica salía por la otra puerta.
—Voy a aprovechar
para ir a hacer una cosa —Dijo ella.
—¿Qué vas a
hacer? —preguntó el joven intencionadamente, porque quería ver la cara que iba
a poner.
Hacía ya un año
que la conocía y la chica aún era capaz de avergonzarse delante de él, y a él
le encantaban esos instantes en los que ella sentía vergüenza; en primer lugar
porque la diferenciaban de las mujeres con las que él se había relacionado
antes de conocerla, en segundo lugar porque sabía que en este mundo todo es
pasajero, y eso hacía que hasta la vergüenza de su chica fuera algo preciado
para él.
2
A la chica
realmente le desagradaban las ocasiones en las que tenía que pedirle (el joven
conducía con frecuencia muchas horas sin parar) que se detuviese un momento
junto a un bosquecillo. Siempre le daba rabia cuando él le preguntaba con
fingido asombro por el motivo de la parada. Ella sabía que la vergüenza que
sentía era ridícula y pasada de moda. En el trabajo había podido comprobar
muchas veces que la gente se reía de su susceptibilidad y que la provocaban a
propósito. Sentía siempre vergüenza anticipada sólo de pensar que iba a darle
vergüenza. Con frecuencia deseaba poder sentirse libre dentro de su cuerpo,
despreocupada y sin angustias, como lo hacía la mayoría de las mujeres a su
alrededor. Hasta había llegado a inventarse un sistema especial de
convencimiento pedagógico: se decía que cada persona recibía al nacer uno de
los millones de cuerpos que estaban preparados, como si le adjudicasen una de
los millo- nes de habitaciones de un inmenso hotel; que aquel cuerpo era, por
tanto, casual e impersonal; que era una cosa prestada y hecha en serie. Lo
repetía una y otra vez, en distintas versiones, pero nunca era capaz de sentir
de ese modo. Aquel dualismo del cuerpo y el alma le era ajeno. Ella misma era
excesivamente su propio cuerpo, y por eso siempre lo sentía con angustia.
Con esa misma
angustia se había aproximado también al joven a quien había conocido hacía un
año y con el que era feliz quizá precisamente porque nunca separaba su cuerpo
de su alma y con él podía vivir por entero. En aquella indivisión residía su
felicidad, sólo que tras la felicidad siempre se agazapaba la sospecha, y la
chica estaba llena de sospechas. Con frecuencia pensaba que las otras mujeres
(las que no se angustiaban) eran más seductoras y atractivas, y que el joven,
que no ocultaba que conocía bien a aquel tipo de mujeres, se le iría alguna vez
con alguna de ellas. (Es cierto que el joven afirmaba que ya estaba harto de ese
tipo de mujeres para el resto de su vida, pero la chica sabía que él era mucho
más joven de lo que pensaba. ) Ella quería que fuese suyo por completo y ser
ella por completo de él, pero con frecuencia le parecía que cuanto más trataba
de dárselo todo, más le negaba algo: lo que da precisamente el amor carente
de profundidad y
superficial, lo que da el flirt. Sufría por no saber ser, además de seria,
ligera.
Pero esta vez no
sufría ni pensaba en nada de eso. Se sentía a gusto. Era su primer día de
vacaciones (catorce días de vacaciones en los que durante todo el año había
centrado su deseo), el cielo estaba azul (todo el año había estado
preguntándose horrorizada si el cielo estaría verdaderamente azul) y él estaba
con ella. A su «¿qué vas a hacer?» respondió ruborizándose y se alejó del coche
sin decir palabra. Dejó a su lado la estación de servicio que estaba al borde
de la carretera, completamente solitaria, en medio del campo; a unos cien
metros de allí (en la misma dirección en la que iban) empezaba el bosque. Se
dirigió hacia él, se escondió tras un arbusto y disfrutó durante todo ese
tiempo de una sensación de satisfacción. (Es que hasta la alegría que produce
la presencia del hombre a quien se ama se siente mejor a solas. Si la presencia
de él fuera continua, sólo estaría presente en su constante transcurrir. Detenerla
sólo es posible en los ratos de soledad. )
Después salió
del bosque y se dirigió hacia la carretera; desde allí se veía la estación de
servicio; el camión cisterna ya se había ido; el coche se había aproximado a la
roja torrecilla del surtidor. La chica se puso a andar carretera adelante,
mirando a ratos si ya venía. Luego lo vio, se detuvo y empezó a hacerle señas,
tal como se las hacen los autoestopistas a los coches desconocidos. El coche
frenó y se detuvo justo al lado de la chica. El joven se agachó hacia la
ventanilla, la bajó, sonrió y preguntó:
—¿Adonde va,
señorita?
—¿Va hacia
Bystrica? —preguntó la chica y sonrió con coquetería.
—Pase, siéntese
—el joven abrió la puerta. La chica se sentó y el coche se puso en marcha.
3
El joven siempre
disfrutaba cuando su chica estaba alegre; no ocurría con frecuencia: tenía un
trabajo bastante complicado, en un ambiente desagradable, con muchas horas
extras; en casa, su madre estaba enferma, solía estar cansada; tampoco
destacaba por la firmeza de sus nervios ni por su seguridad en sí misma, era
víctima fácil de la angustia y el miedo. Por eso era capaz de recibir cualquier
manifestación de alegría de ella con la ternura y el cuidado de un padre
adoptivo. Le sonrió y dijo:
—Hoy estoy de
suerte. Hace ya cinco años que conduzco pero nunca he llevado a una
autoestopista tan guapa.
La chica le
estaba agradecida al joven por cada una de las zalamerías que le hacía; tenía
ganas de disfrutar un rato de aquella cálida sensación y por eso le dijo:
—Parece que sabe
mentir muy bien.
—¿Tengo cara de
mentiroso?
—Tiene cara de
disfrutar mintiendo a las mujeres—dijo la chica y en su voz había un resto
involuntario
de la vieja
angustia, porque creía realmente que a su joven le gustaba mentirles a las
mujeres.
El joven ya se
había sentido molesto algunas veces por los celos de la chica, pero esta vez
podía pasarlos fácilmente por alto, porque la frase no iba dirigida a él, sino
a un conductor desconocido. Por eso le respondió sin más:
—¿Eso le
molesta?
—Si saliese con
usted, me importaría —dijo la chica y había en ello un sutil mensaje al joven;
pero el final de la frase iba dirigido ya al desconocido conductor—: Pero como
a usted no le conozco, no me molesta.
—Las mujeres
siempre encuentran muchos más defectos en su propio hombre que en los demás
—ahora se trataba de un sutil mensaje pedagógico del joven a la chica—, pero ya
que no tenemos nada que ver, podríamos entendernos bien.
La chica no
tenía intención de entender el mensaje pedagógico subyacente y por eso se
dirigió exclusivamente al conductor desconocido:
—¿Y qué, si
dentro de un momento nos vamos a separar?
—¿Por qué?
—Porque en
Bystrica me bajo.
—¿Y qué pasaría
si yo me bajase con usted?
Al oír estas
palabras la chica miró al joven y comprobó que tenía exactamente el aspecto que
ella se imaginaba en sus más amargas horas de celos; se horrorizó al ver con
qué coquetería la halagaba (a ella, a una autoestopista desconocida) y lo bien
que le sentaba. Por eso le contestó en plan provocador:
—¿Y qué iba a
hacer usted conmigo?
—Con una mujer
tan guapa no necesitaría pensar demasiado qué hacer —dijo el joven, y en ese momento
hablaba ya más para su chica que para la autoestopista.
Pero la chica
sintió como si, al hacerle decir aquella frase halagadora, lo hubiera cogido
por sorpresa, como si con un astuto truco lo hubiera obligado a confesar; tuvo
un breve e intenso ataque de odio y dijo:
—¿No le parece
que exagera?
El joven miró a
su chica; aquella cara altiva estaba llena de tensión; sintió lástima por la
chica y añoró su mirada habitual, familiar (de la que solía decir que era
infantil y sencilla); se acercó a ella, pasó el brazo por su hombro y le
susurró el nombre con que solía llamarla y con el que ahora pretendía acabar el
juego.
Pero la chica le
apartó y dijo:
—¡Me parece que
va demasiado rápido!
El joven, al ser
rechazado, dijo:
—Perdone
señorita —y se puso a mirar fijamente la carretera.
4
Pero el dolor de
los celos abandonó a la chica tan rápido como la había atacado. Al fin y al
cabo era sensata y sabía que sólo se trataba de un juego; incluso le pareció un
poco ridículo haber rechazado al joven sólo por la rabia que le producían los
celos; no quería que él lo notase. Por suerte las mujeres tienen una habilidad
mágica para modificar ex post el sentido de sus actos. De modo que utilizó esta
habilidad y decidió que no lo había rechazado porque le hubiera dado rabia,
sino para poder continuar con un juego que, por caprichoso, era tan adecuado
para el primer día de vacaciones.
De manera que
volvió a ser una autoestopista que acaba de rechazar a un conductor atrevido
sólo para hacer la conquista más lenta y más excitante. Se volvió hacia el
joven y le dijo con voz melosa:
—¡No era mi
intención ofenderle!
—Perdone, no
volveré a tocarla —dijo el joven.
Estaba enfadado
con la chica por no haberle hecho caso y haberse negado a volver a ser ella
misma cuando tanto lo deseaba; y como la chica seguía con su máscara, el joven
le traspasó su enfado a la desconocida autoestopista que ella representaba; y
así descubrió de pronto el carácter de su papel: abandonó la galantería con la
que había pretendido halagar indirectamente a su chica y empezó a hacer de
hombre duro que al dirigirse a las
mujeres pone de relieve más bien los aspectos bastos de la masculinidad: la
voluntad, el sarcasmo, la confianza en sí mismo.
Este papel era
contradictorio con las atenciones que habitualmente le dedicaba el joven a la
chica. Es verdad que antes de conocerla se comportaba con las mujeres de un
modo más bien brusco que delicado, pero nunca había llegado a parecer un hombre
demoníacamente duro porque no sobresalía ni por su fuerza de voluntad ni por su
falta de miramientos. Pero si nunca lo había parecido, tanto más había deseado
en otros tiempos parecerlo. Se trata seguramente de un deseo bastante ingenuo,
pero qué se le va a hacer: los deseos infantiles salvan todos los obstáculos
que les pone el espíritu maduro y con frecuencia perduran más que él, hasta la
última vejez. Y aquel deseo infantil aprovechó rápidamente la oportunidad de
asumir el papel que se le ofrecía.
A la chica le
venía muy bien el distanciamiento sarcástico del joven: la liberaba de sí
misma. Ella misma era, ante todo, celos. En el momento en que dejó de ver a su
lado al joven galante que trataba de seducirla y vio su cara inaccesible, sus
celos se acallaron. La chica podía olvidarse de sí misma y entregarse a su
papel.
¿Su papel?
¿Cuál? Era un papel de literatura barata. Una autoestopista había parado un
coche, no para que la llevase, sino para seducir al hombre que iba en el coche;
era una seductora experimentada que dominaba estupendamente sus encantos. La
chica se compenetró con aquel estúpido personaje de novela con una facilidad
que a ella misma la dejó, acto seguido, sorprendida y encantada.
Y así iban en
coche y charlaban; un conductor desconocido y una autoestopista desconocida.
5
No había nada
que el joven hubiera echado tanto en falta en su vida como la despreocupación.
La carretera de su vida había sido diseñada con despiadada severidad: su empleo
no acababa con las ocho horas de trabajo diario, invadía también el resto de su
tiempo con el aburrimiento obligado de las reuniones y del estudio en casa;
invadía también, a través de la atención que le prestaban sus innumerables
compañeros y compañeras, el escasísimo tiempo de su vida privada, que! nunca
permanecía en secreto y que por lo demás se había convertido ya un par de veces
en objeto de cotilleos y de debate público. Ni siquiera las dos semanas de
vacaciones le brindaban una sensación de liberación y de aventura; hasta aquí llegaba
la sombra gris de la severa planificación; la escasez de casas de veraneo en
nuestro país le había obligado a reservar con medio año de antelación la
habitación en los montes Tatra, para lo cual había necesitado una
recomendación
del Comité de su empresa, cuya omnipresente alma no le perdía así la pista ni
por un momento.
Ya se había
hecho a la idea de todo aquello pero, de vez en cuando, tenía la horrible
sensación de que le obligaban a ir por una carretera en la que todos le veían y
de la que no podía desviarse. Ahora mismo volvía a tener esa sensación; un
extraño cortocircuito hizo que identificase la carretera imaginaria con la
carretera verdadera por la que iba y eso le sugirió de pronto la idea de hacer
una locura.
—¿A dónde dijo
que quería ir?
—A Banska
Bystrica —respondió.
—¿Y qué va a
hacer allí?
—He quedado con
una persona.
—¿Con quién?
—Con un señor.
El coche se
aproximaba a un cruce de caminos importante; el conductor disminuyó la
velocidad para poder leer las señales que indicaban la dirección; luego dobló a
la derecha.
—¿Y qué pasaría
si no llegase a su cita?
—Sería culpa
suya y tendría que ocuparse de mí.
—Seguramente no
se ha dado cuenta de que he doblado hacia Nove Zamky.
—¿De verdad? ¡Se
ha vuelto loco!
—No tenga miedo,
yo me ocuparé de usted —dijo el joven.
De pronto el
juego había adquirido un nivel superior. El coche no sólo se alejaba de su
objetivo imaginario en Banska Bystrica, sino también del objetivo real hacia el
que había partido por la mañana: los Tatra y la habitación reservada. De pronto
la vida de ficción atacaba a la vida sin ficción. El joven se alejaba de sí
mismo y de la severa ruta de la que hasta ahora nunca se había desviado.
—¡Pero si había
dicho que iba a los Pequeños Tatra! —se asombró la chica.
—Señorita, yo voy
a donde quiero. Soy un hombre libre y hago lo que quiero y lo que me da la
gana.
6.
Cuando llegaron
a Nove Zamky, empezaba a hacerse de noche.El joven nunca había estado allí y
tardó un rato en orientarse. Detuvo varias veces el coche para preguntar a los
viandantes dónde estaba el hotel. Había varias calles en obras, de modo que,
aunque el hotel estaba muy cerca (según afirmaban todas las personas a las que
les había preguntado), el camino daba tantas vueltas y tenía tantos desvíos que
tardaron casi un cuarto de hora en aparcar el coche. El hotel no tenía un aspecto
muy agradable, pero era el único hotel de la ciudad y el joven ya no tenía
ganas de seguir conduciendo. Así que le dijo a la chica:
—Espere —y bajó
del coche.
Al bajar del
coche volvió naturalmente a ser él mismo. Y le pareció un fastidio encontrarse
por la noche en un sitio completamente distinto del que había planeado; y
resultaba aún más fastidioso porque nadie le había obligado y ni siquiera él
mismo lo había pretendido. Se echaba en cara la locura que había cometido, pero
al final acabó por restarle importancia: la habitación de los Tatra podía
esperar hasta el día siguiente y no está mal celebrar el primer día de
vacaciones con algo inesperado.
Atravesó el
restaurante —lleno de humo, repleto, ruidoso— y preguntó por la recepción. Le
indicaron que siguiese hasta la escalera, donde, tras una puerta de cristal,
estaba sentada una rubia de aspecto anticuado bajo un tablero lleno de llaves:
le costó trabajo obtener la llave de la única habitación libre.
La chica, al
quedarse sola, también prescindió de su papel. Pero le fastidiaba encontrarse
en una ciudad extraña. Estaba tan entregada al joven que no dudaba de nada de
lo que él hacía y dejaba en sus manos, con toda confianza, las horas de su
vida. Pero en cambio volvió a pensar que quizá, tal como ella ahora, otras mujeres
con las que se encontraba en sus viajes de trabajo esperarían al joven en su
coche. Pero, curiosamente, aquella imagen ahora no le produjo dolor; la chica
sonrió inmediatamente al pensar lo
hermoso que era
que esa mujer extraña fuese ahora ella; aquella mujer extraña, irresponsable e
indecente, una de aquellas de las que había tenido tantos celos; le parecía que
les había ganado la mano a todas; que había descubierto el modo de apoderarse
de sus armas; de darle al joven lo que hasta entonces no había sabido darle:
ligereza, inmoralidad e informalidad; sintió una particular sensación de
satisfacción por ser capaz de convertirse ella misma en todas las demás mujeres
y de ocupar y devorar así (ella sola, la única) a su amado.
El joven abrió
la puerta del coche y condujo a la chica al restaurante. En medio del ruido, la
suciedad y el humo, descubrió una única mesa libre en un rincón.
7
—Bueno ¿y ahora
cómo se va a ocupar de mí?
—¿Qué aperitivo
prefiere?
La chica no era
muy aficionada a beber; como mucho bebía vino y le gustaba el vermouth. Pero
esta vez, adrede, dijo:
—Vodka.
—Estupendo —dijo
el joven—. Espero que no se me emborrache.
—¿Y si me
emborrachara? —dijo la chica.
El joven no le
respondió y llamó al camarero y pidió dos vodkas y, para cenar, solomillo. El
camarero trajo, al cabo de un rato, una bandeja con dos vasitos y la puso sobre
la mesa.
El joven levantó
el vaso y dijo:
—¡A su salud!
—-¿No se le
ocurre un brindis más ingenioso?
Había algo en el
juego de la chica que empezaba a irritar al joven; ahora, cuando estaban
sentados cara a cara, comprendió que no sólo eran las palabras las que hacían
de ella otra persona diferente, sino que estaba cambiada por entero, sus gestos
y su mímica, y que se parecía con una fidelidad que llegaba a ser desagradable
a ese modelo de mujer que él conocía tan bien y que le producía un ligero
rechazo.
Y por eso (con
el vaso en la mano levantada) modificó su brindis:
—Bien, entonces
no brindaré por usted, sino por su especie, en la que se conjuga con tanto
acierto lo mejor del animal y lo peor del hombre.
—¿Cuando habla
de esa especie se refiere a todas las mujeres? —preguntó la chica.
—No, me refiero
sólo a las que se parecen a usted.
—De todos modos
no me parece muy gracioso comparar a una mujer con un animal.
—Bueno —el joven
seguía con el vaso levantado—, entonces no brindo por su especie, sino por su alma,
¿le parece bien? Por su alma que se enciende cuando desciende de la cabeza al
vientre y que se apaga cuando vuelve a subir a la cabeza.
La chica levantó
su vaso:
—Bien, entonces
por mi alma que desciende hasta el vientre.
—Rectifico otra
vez —dijo el joven—: mejor por su vientre, al cual desciende su alma.
—Por mi vientre
—dijo la chica y fue como si su vientre (ahora que lo habían mencionado)
respondiera a la llamada: sentía cada milímetro de su piel.
El camarero
trajo el solomillo y el joven pidió más vodka con sifón (esta vez brindaron por
los pechos de la chica) y la conversación continuó con un extraño tono frívolo.
El joven estaba cada vez más irritado por lo bien que la chica sabía ser esa
mujer lasciva; si lo sabe hacer tan bien, es que realmente lo es; está claro que
no ha penetrado ningún alma extraña dentro de ella; está jugando a ser ella
misma; quizá sea esa otra parte de su ser que otras veces permanece encerrada y
a la que ahora, con la excusa del juego, le ha abierto la jaula; es posible que
la chica crea que al jugar se está negando a sí misma, pero ¿no sucede
precisamente lo contrario? ¿No es en el juego donde se convierte de verdad en
sí misma? ¿No se libera al jugar? No, la que está sentada frente a él no es una
mujer extraña dentro del cuerpo de su chica; es su propia chica, nadie más que
ella. La miraba y sentía hacia ella un desagrado cada vez mayor.
Pero no se
trataba únicamente de desagrado. Cuanto más se alejaba la chica de él
síquicamente, más la deseaba físicamente; la extrañeza del alma particularizaba
el cuerpo de la chica; incluso era ella la que lo convertía de verdad en
cuerpo; era como si hasta entonces aquel cuerpo no hubiera existido para el
joven más que en el limbo de la compasión, la ternura, los cuidados, el amor y
la emoción; como si hubiese estado
perdido en aquel
limbo (¡sí, como si el cuerpo hubiese estado perdido!). El joven tenía la
sensación de ver hoy por primera vez el cuerpo de la chica.
Cuando terminó
de tomar el tercer vodka con soda, la chica se levantó y dijo con coquetería:
—Perdone.
El joven dijo:
—¿Puedo
preguntarle a dónde va, señorita?
—A mear, si no
le importa —dijo la chica y se alejó por entre las" mesas hacia una
cortina de terciopelo.
8
Estaba contenta
de haber dejado estupefacto al joven con aquella palabra que —a pesar de su inocencia—
nunca le había oído decir: le parecía que nada reflejaba mejor al tipo de mujer
a la que jugaba que la coquetería con la que había puesto el énfasis en la
mencionada palabra; sí, estaba completamente satisfecha; aquel juego le entusiasmaba; le
hacía sentir lo que nunca había sentido: por ejemplo aquella sensación de
despreocupada irresponsabilidad.
Ella, que
siempre había tenido miedo de cada paso que tenía que dar, de pronto se sentía
completamente suelta. Aquella vida ajena dentro de la que se encontraba era una
vida sin vergüenza, sin determinaciones biográficas, sin pasado y sin futuro,
sin ataduras; era una vida excepcionalmente libre. La chica, siendo
autoestopista, podía hacerlo todo: todo le estaba permitido; decir cualquier
cosa, hacer cualquier cosa, sentir cualquier cosa.
Atravesaba la sala
y se daba cuenta de que la miraban desde todas las mesas; esa también era una sensación
nueva, hasta entonces desconocida: la impúdica satisfacción del propio cuerpo.
Hasta ahora nunca había sido capaz de librarse por completo de aquella niña de
catorce años que se avergüenza de sus pechos y que siente como una desagradable
impudicia que le sobresalgan del cuerpo y sean visibles. Aunque siempre se
había sentido orgullosa de ser guapa y bien hecha, aquel orgullo era
inmediatamente corregido por la vergüenza: intuía correctamente que la belleza
femenina funciona, ante todo, como incitación sexual y eso le desagradaba;
ansiaba que su cuerpo sólo se dirigiese al hombre que amaba; cuando los hombres
le miraban los pechos en la calle, le parecía que con ello arrasaban una parte
de su más secreta intimidad, que sólo le pertenecía a ella y a su amante. Pero
ahora era una autoestopista, una mujer sin destino; se había visto privada de
las tiernas ataduras de su amor y había empezado a tomar intensa conciencia de
su cuerpo; lo sentía con tanta mayor excitación cuanto más extraños eran los
ojos que la observaban.
Cuando pasaba
junto a la última mesa, un individuo medio borracho, deseando jactarse de ser
un hombre de mundo, le dijo en francés:
—Combien,
mademoiselle?
La chica lo
entendió. Irguió el cuerpo, sintiendo cada uno de los movimientos de sus
caderas; desapareció tras la cortina.
9
Todo aquello era
un juego raro. La rareza consistía, por ejemplo, en que el joven, aunque había
asumido estupendamente la función de conductor desconocido, no dejaba de ver en
la autoestopista desconocida a su chica. Y eso era precisamente lo más
doloroso; veía a su chica seducir a un hombre desconocido y disfrutaba del
amargo privilegio de estar presente; veía de cerca el aspecto que tiene y lo
que dice cuando lo engaña (cuando lo engañaba, cuando lo va a engañar); tenía
el paradójico honor de ser él mismo objeto de su infidelidad.
Lo peor era que
la adoraba más de lo que la amaba; siempre le había parecido que su ser sólo
era real dentro de los límites de la fidelidad y la pureza y que más allá de
esos límites simplemente no existía; que más allá de aquellos límites habría
dejado de ser ella misma, tal como el agua deja de ser agua más allá del límite
de la ebullición. Ahora, al verla trasponer con natural elegancia aquel
horrible límite, se llenaba de rabia.
La chica volvió
del servicio y se quejó:
—Uno de aquellos
me dijo: Combien, mademoiselle?
—No se asombre
—dijo el joven—, tiene usted aspecto de furcia.
—¿Sabe que no me
molesta en absoluto?
—¡Debía haberse
ido con ese señor!
—Ya le tengo a
usted.
—Puede irse con
él después. ¿Por qué no se ponen de acuerdo?
—No me gusta.
—Pero no tiene
usted inconveniente en estar una misma noche con varios hombres.
—Si son guapos
¿por qué no?
—¿Los prefiere
uno tras otro o al mismo tiempo?
—De las dos
maneras.
La conversación
era una suma de barbaridades cada vez mayores; la chica estaba un poco
espantada, pero no podía protestar. También el juego encierra falta de libertad
para el hombre, también el juego es una trampa para el jugador; si aquello no
fuera un juego, si estuvieran sentadas frente a frente dos personas extrañas,
la autoestopista se hubiera podido ofender hace tiempo y hubiera podido
marcharse; pero el juego no tiene escapatoria; el equipo no puede huir del
campo antes de que finalice el juego, las piezas de ajedrez no pueden escaparse
del tablero, los límites del campo de juego no pueden traspasarse. La chica
sabía que tenía que aceptar cualquier juego, precisamente porque era un juego.
Sabía que cuanto más exagerado fuera, más sería un juego y más obediente iba a
tener que ser al jugar. Y era inútil invocar la razón y advertir al alma
alocada que debía mantener las distancias con respecto al juego y no tomárselo
en serio. Precisamente porque se trataba sólo de un juego, el alma no tenía
miedo, no se resistía y caía en él como alucinada.
El joven llamó
al camarero y pagó la cuenta. Luego se levantó y le dijo a la chica:
—Podemos ir.
—¿A dónde?
—fingió asombro la chica.
—No preguntes y
camina —dijo el joven.
—¿Con quién se
cree que está hablando?
—Con una furcia
—dijo el joven.
10
Iban por una
escalera mal iluminada: en el descansillo, antes del primer piso, había un
grupo de hombres medio borrachos delante de la puerta del retrete. El joven
abrazó a la chica por la espalda, de tal modo que su mano apretaba el pecho de
ella. Los hombres que estaban junto al retrete lo vieron y empezaron a dar
gritos. La chica intentó soltarse pero el joven le gritó:
—¡Aguanta!
Los hombres
aprobaron su actitud con zafia solidaridad y le dirigieron a la chica unas
cuantas groserías.
El joven llegó
con la chica al primer piso y abrió la puerta de la habitación. Encendió la
luz.
Era una
habitación estrecha con dos camas, una mesilla, una silla y un lavabo. El joven
cerró la puerta y se volvió hacia la chica. Estaba frente a él con un gesto de
suficiencia y una mirada descaradamente sensual.
El joven la
miraba y trataba de descubrir, tras la expresión lasciva, los familiares rasgos
de la chica, a los que amaba con ternura. Era como si mirase dos imágenes
metidas en un mismo visor, dos imágenes puestas una encima de otra y que se
trasparentasen la una a través de la otra. Aquellas dos imágenes que se trasparentaban
le decían que en la chica había de todo, que su alma era terriblemente amorfa,
que cabía en ella la fidelidad y la infidelidad, la traición y la inocencia, la
coquetería y el recato; aquella mezcla brutal le parecía asquerosa como la
variedad de un basurero. Las dos imágenes seguían trasparentándose la una a través
de la otra y el joven pensaba en que la chica sólo se diferenciaba de las demás
superficialmente, pero que en sus extensas profundidades era igual a otras
mujeres, llena de todos los pensamientos, las sensaciones, los vicios posibles,
dándoles así la razón a sus dudas y a sus celos secretos; que lo que parece un
perfil que marca
sus límites como individuo es sólo una falacia que engaña al otro, a quien la
mira, a él. Le parecía que aquella chica, tal como él la quería, no era más que
un producto de su deseo, de su capacidad de abstracción, de su confianza, y que
la chica real estaba ahora ante él y era desesperadamente extraña, desesperadamente
ambigua. La odiaba.
—¿Qué estás
esperando? Desnúdate —dijo.
La chica inclinó
con coquetería la cabeza y dijo:
—¿Para qué?
El tono con que
lo dijo le resultó muy familiar, le pareció que hace ya mucho tiempo se lo
había oído a otra mujer, pero ya no sabía a cuál. Tenía ganas de humillarla. No
a la autoestopista, sino a su propia chica.
El juego se
había confundido con la vida. Jugar a humillar a la autoestopista no era más
que una excusa para humillar a la chica. El joven olvidó que estaba jugando.
Sencillamente odiaba a la mujer que estaba delante de él. La miró fijamente y
sacó de la cartera un billete de cincuenta coronas. Se lo dio a la chica:
—¿Es suficiente?
La chica cogió
las cincuenta coronas y dijo:
—No me valora
demasiado.
El joven dijo:
—No vales más.
La chica se
abrazó al joven:
—¡No debes
portarte así conmigo! ¡Conmigo tienes que portarte de otra manera, tienes que
poner algo de tu parte!
Lo abrazaba y
trataba de llegar con su boca a la de él. El joven le puso los dedos en la boca
y la apartó suavemente. Dijo:
—Sólo beso a las
mujeres cuando las quiero.
—¿Y a mí no me
quieres?
—No.
—¿Y a quién quieres?
—¿A ti qué te
importa? ¡Desnúdate!
11
Nunca se había
desnudado así. La timidez, el sentimiento interior de pánico, el alocamiento,
todo lo que siempre había sentido al desnudarse delante del joven (cuando no la
tapaba la oscuridad), todo aquello había desaparecido. Ahora estaba frente a él
confiada, descarada, iluminada y sorprendida al descubrir de pronto los hasta
entonces desconocidos gestos del desnudo lento y excitante. Percibía sus
miradas, iba dejando a un lado, con mimo, cada una de sus prendas y saboreaba
los distintos estadios de la desnudez. Pero de pronto se encontró ante él
totalmente desnuda y en ese momento se dijo que el juego había terminado; que
al quitarse la ropa se ha quitado también el disfraz y que ahora está desnuda,
lo cual significa que ahora vuelve a ser ella misma y que el joven ahora tiene
que acercarse a ella y hacer un gesto con el que lo borre todo, tras el cual sólo
vendrá ya el más íntimo acto amoroso. Así que se quedó desnuda delante del
joven y en ese momento dejó de jugar; estaba perpleja y en su cara apareció una
sonrisa que era de verdad sólo suya: tímida y confusa.
Pero el joven no
se acercó a ella y no borró el juego. No percibió la sonrisa que le era
familiar; sólo veía ante sí el hermoso cuerpo extraño de su propia chica, a la
que odiaba. El odio limpió su sensualidad de cualquier resto de sentimientos.
Ella quiso acercarse pero él le dijo:
—Quédate donde
estás, quiero verte bien.
Lo único que
ahora deseaba era comportarse con ella como con una furcia de alquiler. Sólo
que el joven nunca había tenido una furcia de alquiler y las únicas imágenes de
que disponía al respecto provenían de la literatura y de lo que había oído
contar. Se remitió por lo tanto a aquellas imágenes y lo primero que vio en ellas
fue a una mujer en ropa interior negra (con medias negras) bailando sobre la
reluciente tapa de un piano. En la pequeña habitación del hotel no había piano,
lo único que había era una mesilla junto a la pared, pequeña, cubierta con un
mantel de lino. Le ordenó a la chica que se subiera a ella. La chica hizo un
gesto de súplica pero el joven dijo:
—Ya has cobrado.
Al ver en la
mirada del joven su irreductible obsesión, trató de continuar con el juego,
aunque ya no podía ni sabía hacerlo. Con lágrimas en los ojos se subió a la
mesa. Apenas medía un metro de lado y una de las patas era un poquito más
corta; la chica, de pie sobre la mesa, tenía sensación de inestabilidad.
Pero el joven
estaba satisfecho con la figura desnuda que se elevaba por encima de él y cuya avergonzada
inseguridad no hacía más que incrementar su autoritarismo. Deseaba ver aquel
cuerpo en todas las posturas y desde todos los ángulos, del mismo modo en que
se imaginaba que lo habían visto y lo verían también otros hombres. Era grosero
y lascivo. Le decía palabras que ella nunca le había oído decir. La chica tenía
ganas de rebelarse, de huir del juego; le llamó por su nombre pero él le gritó
que no tenía derecho a tratarlo con tanta confianza. Y así por fin, confusa y
llorosa, le obedeció; se inclinaba y se agachaba según los deseos del joven,
saludaba y movía las caderas como si estuviera bailando un twist; en ese
momento, al hacer un movimiento un poco más brusco, el mantel se deslizó bajo
sus piernas y estuvo a punto de caerse.
El joven la
sostuvo y la arrastró a la cama.
La penetró. Ella
se alegró de pensar que al menos ahora se acabaría aquel desgraciado juego y
que volverían a ser ellos mismos, tal como eran, tal como se querían. Trató de
unir su boca a la de él. Pero el joven se lo impidió y le repitió que sólo
besaba a una mujer cuando la quería. Se echó a llorar. Pero ni siquiera del
llanto pudo disfrutar, porque el furioso apasionamiento del joven iba ganándose
gradualmente su cuerpo, que hizo callar a los lamentos de su alma. Pronto hubo
en la cama dos cuerpos perfectamente fundidos, sensuales y ajenos. Aquello era
precisamente lo que toda su vida la había espantado y lo que había tratado
cuidadosamente de evitar: acostarse con alguien sin sentimientos y sin amor. Sabía
que había atravesado la frontera prohibida, pero ahora, después de cruzarla, ya
se movía sin protestar y con plena participación; sólo en algún rincón lejano
de su conciencia se horrorizaba al comprobar que nunca había sentido tal placer
y tanto placer como precisamente esta vez —más allá de aquella frontera.
12
Luego todo
terminó. El joven se levantó de encima de la chica y llevó la mano al largo
cable que colgaba sobre la cama; apagó la luz. No deseaba ver la cara de la
chica. Sabía que el juego había terminado, pero no tenía ganas de volver a la
relación habitual con ella; le daba miedo aquel regreso. Estaba ahora acostado
en la oscuridad junto a ella, acostado de modo que sus cuerpos no se tocaran.
Al cabo de un
rato oyó un suave gemido; la mano de la chica rozó tímida, infantilmente, la
suya: la rozó, se retiró, volvió a rozarla y luego se oyó una voz suplicante,
que gemía, lo llamaba por un apelativo familiar y decía:
—Yo soy yo, yo
soy yo...
El joven
callaba, no se movía y advertía la triste falta de contenido de la afirmación
de la chica, en la que lo desconocido era definido por sí mismo, por lo
desconocido.
Y la chica pasó
en seguida de los gemidos a un ruidoso llanto y volvió a repetir aquella
emotiva tautología incontables veces:
—Yo soy yo, yo
soy yo, yo soy yo...
El joven empezó
a llamar en su ayuda a la compasión (tuvo que llamarla de lejos, porque por
allí cerca no se encontraba), para acallar a la chica. Todavía tenían por
delante trece días de vacaciones.
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