Es un relato breve, intenso y medido, situado en la España de los prejuicios y envidias, en la España de antes y de ahora. El infantil narrador, testigo que observa sin querer o poder evitar una infamia, nos relata un ultraje y lo hace a través de descripciones exactas, diálogos potentes y su propia visión cargada de contradicciones, con la eterna lucha entre alzar la voz contra la injusticia o mirar hacia un lado por miedo.
Ana María Matute narra un episodio en una España de los 50, con sus cicatrices sin cerrar, sus odios viscerales, cuyos protagonista son niños que, si bien es cierto que no han vivido la guerra, el enfrentamiento lo siguen percibiendo en sus hogares, reproduciéndolo y agigantándolo, deformando las ideas de sus padres hasta la sin razón. La escritora catalana que tanto le gustó de narrar desde la adolescencia capta el momento vital de la decisión, de la trascendencia de las actitudes haciendo de "Bernardino" todo un clásico literario que se merece estar en nuestro canon literario, sin duda.
Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado.
Ana María Matute narra un episodio en una España de los 50, con sus cicatrices sin cerrar, sus odios viscerales, cuyos protagonista son niños que, si bien es cierto que no han vivido la guerra, el enfrentamiento lo siguen percibiendo en sus hogares, reproduciéndolo y agigantándolo, deformando las ideas de sus padres hasta la sin razón. La escritora catalana que tanto le gustó de narrar desde la adolescencia capta el momento vital de la decisión, de la trascendencia de las actitudes haciendo de "Bernardino" todo un clásico literario que se merece estar en nuestro canon literario, sin duda.
"Bernardino"
Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado.
Bernardino vivía con sus hermanas mayores, Engracia,
Felicidad y Herminia, en “Los Lúpulos”, una casa grande, rodeada de tierras de
labranza y de un hermoso jardín, con árboles viejos agrupados formando un
diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La finca se hallaba en las
afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los grandes bosques
comunales.
Alguna vez, el abuelo nos llevaba a “Los Lúpulos”, en la
pequeña tartana, y, aunque el camino era bonito por la carretera antigua, entre
castaños y álamos, bordeando el río, las tardes en aquella casa no nos atraían.
Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas, fuertes y muy morenas.
Vestían a la moda antigua -habíamos visto mujeres vestidas como ellas en el
álbum de fotografías del abuelo- y se peinaban con moños levantados, como
roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía extraño que un niño de
nuestra edad tuviera hermanas que parecían tías, por lo menos. El abuelo nos
dijo:
-Es que la madre de Bernardino no es la misma madre de sus
hermanas. Él nació del segundo matrimonio de su padre, muchos años después.
Esto nos armó aún más confusión. Bernardino, para nosotros,
seguía siendo un ser extraño, distinto. Las tardes que nos llevaban a “Los
Lúpulos” nos vestían incómodamente, casi como en la ciudad, y debíamos jugar a
juegos necios y pesados, que no nos divertían en absoluto. Se nos prohibía
bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto parecía tener una
sola explicación para nosotros:
-Bernardino es un niño mimado -nos decíamos. Y no
comentábamos nada más.
Bernardino era muy delgado, con la cabeza redonda y rubia.
Iba peinado con un flequillo ralo, sobre sus ojos de color pardo, fijos y
huecos, como si fueran de cristal. A pesar de vivir en el campo, estaba pálido,
y también vestía de un modo un tanto insólito. Era muy callado, y casi siempre
tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba molesto. Acabábamos
jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar de comprender que eso
era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el abuelo, mi hermano
mayor decía:
-Ese chico mimado... No se puede contar con él.
Verdaderamente no creo que entonces supiéramos bien lo que
quería decir estar mimado. En todo caso, no nos atraía, pensando en la vida que
llevaba Bernardino. Jamás salía de “Los Lúpulos” como no fuera acompañado de
sus hermanas. Acudía a la misa o paseaba con ellas por el campo, siempre muy
seriecito y apacible.
Los chicos del pueblo y los de las minas lo tenían
atravesado. Un día, Mariano Alborada, el hijo de un capataz, que pescaba con
nosotros en el río a las horas de la siesta, nos dijo:
-A ese Bernardino le vamos a armar una.
-¿Qué cosa? -dijo mi hermano, que era el que mejor entendía
el lenguaje de los chicos del pueblo.
-Ya veremos -dijo Mariano, sonriendo despacito-. Algo bueno
se nos presentará un día, digo yo. Se la vamos a armar. Están ya en eso Lucas,
Amador, Gracianín y el Buque... ¿Queréis vosotros?
Mi hermano se puso colorado hasta las orejas.
-No sé -dijo-. ¿Qué va a ser?
-Lo que se presente -contestó Mariano, mientras sacudía el
agua de sus alpargatas, golpeándolas contra la roca-. Se presentará, ya veréis.
Sí: se presentó. Claro que a nosotros nos cogió
desprevenidos, y la verdad es que fuimos bastante cobardes cuando llegó la ocasión.
Nosotros no odiábamos a Bernardino, pero no queríamos perder la amistad con los
de la aldea, entre otras cosas porque hubieran hecho llegar a oídos del abuelo
andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra parte, las escapadas con los
de la aldea eran una de las cosas más atractivas de la vida en las montañas.
Bernardino tenía un perro que se llamaba “Chu”. El perro debía de querer mucho a Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El nombre de “Chu” venía probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro sin raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se hacía querer en seguida.
Bernardino tenía un perro que se llamaba “Chu”. El perro debía de querer mucho a Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El nombre de “Chu” venía probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro sin raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se hacía querer en seguida.
-Ese Bernardino es un pez -decía mi hermano-. No le da a
“Chu” ni una palmada en la cabeza. ¡No sé cómo “Chu” le quiere tanto! Ojalá que
“Chu” fuera mío...
A “Chu” le adorábamos todos, y confieso que alguna vez, con
mala intención, al salir de “Los Lúpulos” intentábamos atraerlo con pedazos de
pastel o terrones de azúcar, por ver si se venía con nosotros. Pero no: en el
último momento “Chu” nos dejaba con un palmo de narices y se volvía saltando
hacia su inexpresivo amigo, que le esperaba quieto, mirándonos con sus redondos
ojos de vidrio amarillo.
-Ese pavo... -decía mi hermano pequeño-. Vaya un pavo ese...
Y, la verdad, a qué negarlo, nos roía la envidia.
Una tarde en que mi abuelo nos llevó a “Los Lúpulos”
encontramos a Bernardino raramente inquieto.
-No encuentro a “Chu” -nos dijo-. Se ha perdido, o alguien
me lo ha quitado. En toda la mañana y en toda la tarde que no lo encuentro...
-¿Lo saben tus hermanas? -le preguntamos.
-No -dijo Bernardino-. No quiero que se enteren...
Al decir esto último se puso algo colorado. Mi hermano
pareció sentirlo mucho más que él.
-Vamos a buscarlo -le dijo-. Vente con nosotros, y ya verás
como lo encontraremos.
-¿A dónde? -dijo Bernardino-. Ya he recorrido toda la
finca...
-Pues afuera -contestó mi hermano-. Vente por el otro lado
del muro y bajaremos al río... Luego, podemos ir hacia el bosque. En fin,
buscarlo. ¡En alguna parte estará!
Bernardino dudó un momento. Le estaba terminantemente
prohibido atravesar el muro que cercaba “Los Lúpulos”, y nunca lo hacía. Sin
embargo, movió afirmativamente la cabeza.
Nos escapamos por el lado de la chopera, donde el muro era
más bajo. A Bernardino le costó saltarlo, y tuvimos que ayudarle, lo que me
pareció que le humillaba un poco, porque era muy orgulloso.
Recorrimos el borde del terraplén y luego bajamos al río.
Todo el rato íbamos llamando a “Chu”, y Bernardino nos seguía, silbando de
cuando en cuando. Pero no lo encontramos.
Íbamos ya a regresar, desolados y silenciosos, cuando nos
llamó una voz, desde el caminillo del bosque:
-¡Eh, tropa!...
Levantamos la cabeza y vimos a Mariano Alborada. Detrás de
él estaban Buque y Gracianín. Todos llevaban juncos en la mano y sonreían de
aquel modo suyo, tan especial. Ellos sólo sonreían cuando pensaban algo malo.
Mi hermano dijo:
-¿Habéis visto a “Chu”?
Mariano asintió con la cabeza:
-Sí, lo hemos visto. ¿Queréis venir?
-Bernardino avanzó, esta vez delante de nosotros. Era
extraño: de pronto parecía haber perdido su timidez.
-¿Dónde está “Chu”? -dijo. Su voz sonó clara y firme.
Mariano y los otros echaron a correr, con un trotecillo
menudo, por el camino. Nosotros les seguimos, también corriendo. Primero que
ninguno iba Bernardino.
Efectivamente: ellos tenían a “Chu”. Ya a la entrada del
bosque vimos el humo de una fogata, y el corazón nos empezó a latir muy fuerte.
Habían atado a “Chu” por las patas traseras y le habían arrollado una cuerda al
cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío nos recorrió: ya sabíamos lo que
hacían los de la aldea con los perros sarnosos y vagabundos. Bernardino se paró
en seco, y “Chu” empezó a aullar, tristemente. Pero sus aullidos no llegaban a
“Los Lúpulos”. Habían elegido un buen lugar.
-Ahí tienes a “Chu”, Bernardino -dijo Mariano-. Le vamos a
dar de veras.
Bernardino seguía quieto, como de piedra. Mi hermano,
entonces, avanzó hacia Mariano.
-¡Suelta al perro! -le dijo-. ¡Lo sueltas o...!
-Tú, quieto -dijo Mariano, con el junco levantado como un
látigo-. A vosotros no os da vela nadie en esto... ¡Como digáis una palabra voy
a contarle a vuestro abuelo lo del huerto de Manuel el Negro!
Mi hermano retrocedió, encarnado. También yo noté un gran
sofoco, pero me mordí los labios. Mi hermano pequeño empezó a roerse las uñas.
-Si nos das algo que nos guste -dijo Mariano- te devolvemos
a “Chu”.
-¿Qué queréis? -dijo Bernardino. Estaba plantado delante,
con la cabeza levantada, como sin miedo. Le miramos extrañados. No había temor
en su voz.
Mariano y Buque se miraron con malicia.
-Dineros -dijo Buque.
Bernardino contestó:
- No tengo dinero.
Mariano cuchicheó con sus amigos, y se volvió a él:
-Bueno, pos cosa que lo valga...
Bernardino estuvo un momento pensativo. Luego se desabrochó
la blusa y se desprendió la medalla de oro. Se la dio.
De momento, Mariano y los otros se quedaron como
sorprendidos. Le quitaron la medalla y la examinaron.
-¡Esto no! -dijo Mariano-. Luego nos la encuentran y...
¡Eres tú un mal bicho! ¿Sabes? ¡Un mal bicho!
De pronto, les vimos furiosos. Sí; se pusieron furiosos y
seguían cuchicheando. Yo veía la vena que se le hinchaba en la frente a Mariano
Alborada, como cuando su padre le apaleaba por algo.
-No queremos tus dineros -dijo Mariano-. Guárdate tu dinero
y todo lo tuyo... ¡Ni eres hombre ni... ná!
Bernardino seguía quieto. Mariano le tiró la medalla a la
cara. Le miraba con ojos fijos y brillantes, llenos de cólera. Al fin, dijo:
-Si te dejas dar de veras tú, en vez del chucho...
Todos miramos a Bernardino, asustados.
-No... -dijo mi hermano.
Pero Mariano gritó:
-¡Vosotros a callar, o lo vais a sentir...! ¡Qué os va en
esto? ¿Qué os va...?
Fuimos cobardes y nos apiñamos los tres juntos a un roble.
Sentí un sudor frío en las palmas de las manos. Pero Bernardino no cambió de
cara. (“Ese pez...”, que decía mi hermano). Contestó:
-Está bien. Dadme de veras.
Mariano le miró de reojo, y por un momento nos pareció
asustado. Pero en seguida dijo:
-¡Hala, Buque...!
Se le tiraron encima y le quitaron la blusa. La carne de
Bernardino era pálida, amarillenta, y se le marcaban mucho las costillas. Se
dejó hacer, quieto y flemático. Buque le sujetó las manos a la espalda, y
Mariano dijo:
-Empieza tú, Gracianín...
Gracianín tiró el junco al suelo y echó a correr, lo que
enfureció más a Mariano. Rabioso, levantó el junco y dio de veras a Bernardino,
hasta que se cansó.
A cada golpe mis hermanos y yo sentimos una vergüenza mayor.
Oíamos los aullidos de “Chu” y veíamos sus ojos, redondos como ciruelas, llenos
de un fuego dulce y dolorido que nos hacía mucho daño. Bernardino, en cambio,
cosa extraña, parecía no sentir el menor dolor. Seguía quieto, zarandeado
solamente por los golpes, con su media sonrisa fija y bien educada en la cara.
También sus ojos seguían impávidos, indiferentes. (“Ese pez”, “Ese pavo”,
sonaba en mis oídos).
Cuando brotó la primera gota de sangre Mariano se quedó con
el mimbre levantado. Luego vimos que se ponía muy pálido. Buque soltó las manos
de Bernardino, que no le ofrecía ninguna resistencia, y se lanzó cuesta abajo,
como un rayo.
Mariano miró de frente a Bernardino.
-Puerco -le dijo-. Puerco.
Tiró el junco con rabia y se alejó, más aprisa de lo que
hubiera deseado.
Bernardino se acercó a “Chu”. A pesar de las marcas del
junco, que se inflamaban en su espalda, sus brazos y su pecho, parecía inmune,
tranquilo, y altivo, como siempre. Lentamente desató a “Chu”, que se lanzó a
lamerle la cara, con aullidos que partían el alma. Luego, Bernardino nos miró.
No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus ojos de color de miel. Se
alejó despacio por el caminillo, seguido de los saltos y los aullidos
entusiastas de “Chu”. Ni siquiera recogió su medalla. Se iba sosegado y
tranquilo, como siempre.
Sólo cuando desapareció nos atrevimos a decir algo. Mi
hermano recogió del suelo la medalla, que brillaba contra la tierra.
-Vamos a devolvérsela -dijo.
Y aunque deseábamos retardar el momento de verle de nuevo,
volvimos a “Los Lúpulos”. Estábamos ya llegando al muro, cuando un ruido nos
paró en seco. Mi hermano mayor avanzó hacia los mimbres verdes del río. Le
seguimos, procurando no hacer ruido.
Echado boca abajo, medio oculto entre los mimbres,
Bernardino lloraba desesperadamente, abrazado a su perro.
FIN
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