"...el cuento literario condensa la obsesión de la alimaña, hace perder al lector contacto con la desvaída realidad que le rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación"
Julio Cortázar: "Del cuento breve y sus alrededores"

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Señas de identidad

Es evidente que describir cualquier arte, sustancia, persona o animal con una palabra es imposible; es más, es seguro que caigamos, cuando lo hagamos, en lo inexacto y en el tópico. Pero, un vez excusado y a pesar de ello, lo voy a hacer.

Si tuviéramos que resumir en una palabra, con precipitación, sin reflexionar, la literatura británica es probable que la describiésemos como "humorística" o para ser más exacto como "irónica".  Swift, Chesterton, "Saki" o Tom Sharpe son un ejemplo de ella, además de ser grandes escritores. Si fuera la francesa, tal vez abogaríamos por un término más intimista, "melancólica", "triste"  incluso  si fuera más moderno y fuera por la ciudad en una bici ortopédica, diría "naif". Françoise Sagan, Jean Echenoz o Patrick Modiano son autores en los que la tristeza empapa sus historias.

¿Y la literatura española? ¿Con qué palabra, que característica puede abarcar a grandes historias de autores tan distintos como Cervantes, Baroja Cela, Delibes, Aldecoa, Goytisolo o Mateo Díez?
Sin duda el amargo humor con el que describen la realidad,  no con un humor irónico, sino desgarrador. Personajes expuestos a un extenuante realidad que viven, en ocasiones sobreviven, gracias a pequeños momentos de humor que emanan de la propia amargura grisácea de sus historias y que ayudan a oxigenar tanto su realidad como el relato. ¿Acaso el Quijote pudiera haber vivido con algo de dignidad si no hubiera sido por su locura y el humor que se desprendía de su falta de realidad? No vayan a pensar que abundan estos momentos o que vamos a desternillarnos con ellos, es algo sutil y que pasa desapercibido muchas veces, como esas luces de emergencia discretas que solo vemos cuando todo está inmerso en la oscuridad.

Los lectores y  escritores de nuestra literatura nos sentimos cómodos en estos mundos familiares de gitanos analfabetos perseguidos por guardias civiles o pícaros en busca de algo de comida en nuestra España de posguerra, anónimos personajes de los pueblos sin nombre de Castilla, rencillas entre familias que se alargan hasta olvidar sus razones o dramas ocultos en el jolgorio de las fiestas populares. Realidades tan comunes en nuestra cultura que aunque intentemos disimularlos con capas de modernidad, no son capaces de ocultar la falta en nuestra sociedad de justicia, educación o tristeza que marcan a la mayoría de nuestros queridos protagonistas y a sus lectores. Compartimos penurias porque alguna vez nos han tocado, sufrimos con sus injusticias porque las hemos vivido de cerca y nos sonreímos, sin querer, porque, aunque seamos cutres, chafarderos y envidiosos, nos sentimos cómodos en esta sociedad que siempre ha sido así. Por lo menos, la literatura, la mejor cronista, así lo ha reflejado.

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